«De los delitos, los dolores y las penas»: el sistema penal y penitenciario
Por Ignacio González Barbero , 3 junio, 2014
Por Ignacio G. Barbero.
Hay realidades cercanas que muy pocas veces -o nunca- son puestas en crisis y analizadas en profundidad. Suelen formar parte de nuestro cuerpo social, lo vertebran, y, por tanto, consideramos que su neutralidad y pureza quedan fuera de toda duda.
El sistema penal y penitenciario es una de esas entidades “naturales” y, aparentemente, indiscutibles. Sí, se suelen considerar mejoras legislativas que buscan, por un lado, afinar la calidad de la justicia en el castigo de los delincuentes y, por otro, un trato más “humano” a éstos cuando ya han ingresado en prisión. Sin embargo, este interés reformista soslaya debatir o cuestionar la raíz del sistema mismo, a saber: qué mecanismos políticos se ponen en práctica para establecer qué es un delito y qué no lo es, qué intereses -y de quiénes- se manifiestan en todo proceso penal, qué (re)presiones psicológicas, corporales y emocionales ejerce o no la privación de libertad sobre el individuo condenado y encarcelado, qué grado de verosimilitud posee la afirmación de que ese sujeto no volverá a delinquir tras su vuelta a la vida extramuros, tras su reintegración, y, en definitiva, qué es eso de estar «integrado»/»no integrado» en una sociedad.
Necesario es, a mi juicio, hacer un ejercicio de autocrítica y ver si este modo de gestionar la convivencia es más o menos beneficioso para todos, más o menos legítimo. Yo, personalmente, tengo pensamientos y sentimientos encontrados al respecto y, por ello, os invito a reflexionar sobre esta cuestión, que no es sólo política y social, sino también moral. Para esta labor, he seleccionado dos textos que plantean argumentaciones opuestas entre sí, lo que nos puede ayudar a razonar y clarificar nuestra mente. El primero proviene de “De los delitos y las penas”, clásico de Cesare Beccaria publicado en 1764; el segundo corresponde a un fragmento de “De los dolores y las penas”, que salió a la luz en 1997 y cuyo autor es Vincenzo Guagliardo. Esta última obra, como se puede apreciar en el título, fue escrita a contracorriente de la escrita por Beccaria, que plantea una visión Ilustrada del tema a discutir. Sin más dilaciones, pasen, lean y pensemos
«De los delitos y las penas»
– Las leyes son las condiciones mediante las cuales los hombres independientes y aislados, se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de guerra, así como de gozar una libertad inútil por la incertidumbre de conservarla. Por eso, debieron sacrificar una parte de su libertad para disfrutar del resto, seguros y tranquilos. La suma de todas estas porciones de libertad sacrificadas al bien de todos, es lo que forma la soberanía de una Nación, siendo el soberano su legítimo depositario y administrador. Pero no bastaba formar este depósito; era preciso defenderlo de las usurpaciones de cada hombre en particular, pues el hombre trata siempre de substraer del depósito, no sólo su porción propia, sino que además procura usurpar las porciones de los demás. Hacían falta motivos sensibles que bastasen a disuadir el ánimo despótico de cada individuo de sumergir en el caos antiguo las leyes de la sociedad. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra los infractores de las leyes.
Digo motivos sensibles, porque la experiencia ha hecho ver que la mayoría no adopta principios estables de conducta ni se aleja del principio universal de disolución que se observa en el Universo físico y moral, sino con motivos que afectan inmediatamente a los sentidos y que se presentan de continuo a la mente para contrapesar las fuertes impresiones de las pasiones parciales que se oponen al bien universal, sin que la elocuencia y las declamaciones, ni aun las más sublimes verdades basten para refrenar por largo tiempo las pasiones excitadas por las vivas sacudidas de los objetos presentes. De modo que fue la necesidad la que obligó a los hombres a ceder parte de su libertad y, por tanto es cosa cierta que ninguno de nosotros desea colocar en el depósito público más que la mínima porción posible, tan sólo aquélla que baste a inducir a los otros a defender el depósito mismo. El conjunto de estas mínimas porciones posibles, forma el derecho de penar; todo lo demás es abuso, y no justicia; es un hecho, y no ya derecho.
-Las penas que superan la necesidad de conservar el depósito de la salud pública son justas por naturaleza; y las penas son tanto más justas cuanto más sagrada e inviolable es la seguridad y mayor la libertad que el soberano conserva a los súbditos.
– La ley por consiguiente indicará cuáles sean los indicios de un delito que merezcan la custodia del reo, que le sometan a un examen y a una pena. La fama pública, la fuga, la confesión extrajudicial, la de un compañero de delito, las amenazas y la enemistad constante del ofendido, el cuerpo del delito y otros indicios semejantes, son pruebas suficientes para hacer que se detenga a un ciudadano. Pero estas pruebas deben estar establecidas por las leyes, y no por los jueces, cuyas providencias se oponen siempre a la libertad política, cuando no son proposiciones particulares de una máxima general que conste en el código público. A medida que las penas vayan siendo moderadas, que se acabe con la desolación y escualidez de las cárceles, que la compasión de la humanidad penetre a través de las puertas cerradas y gobierne a los inexorables y endurecidos ministros de justicia, las leyes podrán contentarse para detener a los ciudadanos con indicios que sean más débiles.
– ¿Cuál es el fin político de las penas? El terror de los demás hombres. ¿Pero cómo deberemos juzgar nosotros las secretas y particulares crueldades que la tiranía del uso ejerce sobre los reos y los inocentes? Importa que todo delito evidente no quede impune.
– Para que una pena sea justa sólo debe tener los justos grados de intensidad que basten para apartar del delito a los hombres. Ahora bien: no hay nadie que reflexivamente pueda elegir la pérdida total y perpetua de su propia libertad por ventajosa que pueda resultarle la comisión de un delito.
–Dentro de las fronteras de un país, no debe haber lugar alguno independiente de las leyes, porque la fuerza de las mismas debe seguir a cada ciudadano como la sombra sigue al cuerpo.
«De los dolores y las penas»
En la cárcel no existe ninguna reforma que no se diga que es para mejorar la condición humana y que en realidad no cree nuevas formas de violencia y de arbitrariedad que se suman a las viejas, las cuales permanecen siempre en el fondo, listas para resurgir al mínimo indicio. No puede ser de otro modo cuando la presunta mejoría viene sobre la base envenenada de la privación de la libertad. Cada remedio se revela un nuevo veneno. Todo se convierte inmediatamente en una nueva forma de discriminación que no elimina la vieja sino que se le añade. Y al final se debe advertir que la violencia ejercida en general sobre los individuos no ha disminuido tanto respecto de la época precarcelaria: se ha vuelto menos visible para la sociedad, haciendo a esta última más indiferente al sufrimiento ajeno. La banalidad del mal ha aumentado.
(…) De hecho, en la base de cualquier política de la pena existe una política también hacia quien la elabora o la aplica. La frase «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» fue dicha, no por casualidad, en el patíbulo. Y resulta aún más fundada si se dirige hacia quien aplica la pena privativa de libertad o al burócrata en general. Esto sigue siendo verdad también para el carcelero que está en contacto con el preso y por ello, en apariencia, debería darse cuenta con mayor facilidad de lo que hace. Pero este reacciona, en primer lugar, como el médico o la enfermera que no debe asustarse o conmoverse con la sangre del paciente. Aun cuando por sí mismo no tratase, por esa exigencia profesional, de tomar distancia en lo «impersonal», el propio modo en el que está organizada su profesión hace indiferente al carcelero
(…) Y cuanto más hacia arriba se va en las jerarquías del «lugar del dolor» el mundo del que nos ocupamos se hace más lejano. Hasta llegar al político que hace la ley y al jurista que lo aconseja. Precisamente allí, ya no se sabe en absoluto de qué cosa se están ocupando, ya que los aspectos más importantes del sufrimiento en la actualidad, los psíquicos, son aquellos de los que menos se habla en cualquier ámbito. Y el aspecto más importante del sufrimiento psíquico, la negación del amor, es de lo que ni siquiera se habla, como si fuese un tabú.
– El resultado final es que todo eso de lo que se discute animadamente en relación con las penas es —¡puntualmente!— inversamente proporcional a su importancia real. Se empieza siempre por el final y todas las veces se olvida en el camino cuál es el objetivo del gran debate: ¿por qué hacer sufrir? ¿De verdad no existen otras vías para ejercer el control social? Es más, ¿de verdad se lleva a cabo algún tipo de control social actuando de tal modo? ¿De verdad el ser humano está condenado a esta animalidad, carente sin embargo de la inocencia que poseen los animales? ¿Funciona realmente la disuasión terrorista teorizada por Beccaria?
– Todo está organizado para que no se planteen estas preguntas y esto encuentra su eje precisamente en lo que he llamado la «locura del sistema»: el punto más alto de la legalidad es justamente la fuga de la legalidad.
– La legalidad está asegurada por el monopolio de la violencia por parte del Estado y la más alta y solemne expresión de este poder es la posibilidad del Estado de privar al individuo de su libertad.
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