Dennis Lehane y el cine. Historia de un negro idilio
Por Emilio Calle , 2 octubre, 2014
Es un acontecimiento más bien raro que un autor de éxito o indeleble prestigio se decida a dejar de lado por un tiempo la literatura para escribir directamente para el cine. El año pasado, tanto lectores como cinéfilos esperaban con insoportables dosis de impaciencia el estreno de “El Consejero” de Ridley Scott con un guión original escrito por Cormac McCarthy (quizás el autor vivo más reconocido), y el resultado no pudo ser más hostil y soporífero. Entre la culta y sofisticada desidia con la que el director afronta sus proyectos, y un texto dialogado que funcionaba a la perfección sobre el papel (por fortuna, se editó para los seguidores del autor) pero agotadoramente hermético en pantalla, la película se ahogó en el olvido empujada por su propia inoperancia.
Con no menos esperanza, se aguardaba el estreno de “La entrega” (Michael R. Roskam, 2014), que supone el estreno como guionista de Dennis Lehane, autor nacido en Boston, y uno de los escritores de novela negra más importantes y originales con los que cuenta dicho género, aunque muchas de sus novelas se resistan a ser clasificadas con una simple etiqueta.
Y la película ha sido una más que tranquilizadora sorpresa.
Algo que, por otro lado, tampoco es nada descabellado si se tiene en cuenta que la relaciones de Lehane y el cine no han podido ser mejores, aunque hasta ahora él jamás hubiese participado de forma directa en la redacción de los guiones.
Basta con recordar las veces que su nombre se ha asomado a la pantalla.
En 2003, un guionista de excepción, Brian Helgeland (cuya adaptación de “L.A. Confidential” debería ser estudiada en las escuelas de cine), escribe la adaptación de “Mystic River”. Y en un cúmulo de conjunciones fabulosas, Clint Eastwood es el director, que filma una obra maestra y logra captar a la perfección la complejidad que caracteriza la obra de Lehane, con demasiadas ramificaciones como para encajarla con facilidad en el género negro. Su comienzo no puede ser más cotidiano. Tres niños juegan en las calles vacías de un domingo cualquiera en un barrio marginal. Un coche se detiene junto a ellos y de él se baja alguien que dice ser un policía (aunque viaja acompañado de un anciano y aterrador sacerdote), los amonesta, y se lleva a uno de los pequeños para acompañarlo su casa y acusarlo frente a su madre por destrozar el mobiliario urbano. Pero el niño desaparece. Durante días es sistemáticamente violado y maltratado por los dos hombres en un sótano horadado en la oscuridad, aunque logra escapar de algún modo (que no se muestra). Lo que en la novela ocupa decenas de páginas es resuelto por Eastwood con su habitual economía narrativa, en este caso con un magistral uso de la elipsis, la cual nos dejará en la misma vida de esos niños, sólo que muchos años después. El que pudo huir de los lobos, lleva una existencia aparentemente tranquila, está casado, tiene un hijo, pero parece encerrado en cierto autismo emocional que más que vivir le hace vegetar entre gente que nunca será semejante a él, y que le mira con despótico recelo. Y sus dos amigos (aunque la amistad entre ellos también ha quedado dispersada entre los muchos fantasmas que acosan a los tres) se han buscado refugios para permanecer a salvo de esos mismos “lobos” de los que estuvieron a punto de ser víctimas. Uno ha pasado por la cárcel, y se mueve con soltura entre los grupos que viven al margen de la ley, violentamente, pero respetuosos y fieles a la inquebrantable hermandad del barrio. El otro se ha hecho policía y trata de cazar a las bestias. Pero para Lehane, es imposible escapar de las fieras. El brutal asesinato de la hija del que se quedó en el barrio tras un pasado turbulento, abrirá la senda para que los tres amigos vuelvan a verse arrastrados hasta una misma encrucijada de nuevo, hasta otra insoportable descarga de horror y sinsentido. El río junto al que viven, es el lugar donde la gente del barrio arroja sus pecados y donde limpian sus conciencias. Aunque de vez en cuando también saque a flote, mucho tiempo después, la corrupción de crímenes y remordimientos que ya se creían ahogados. Todo se va aliando para que el peor de los asesinatos se produzca. Porque una de las grandezas de Dennis Lehane es subvertir las reglas del género negro para dejar abiertas puertas muchas más tenebrosas. Aquí el clímax no se produce cuando los crímenes son resueltos finalmente. Al contrario, será esa resolución la que provoque que el final nos abandone en una verdadera sima de horror, en una secuencia amarga y desesperada, precisamente junto al río místico, que de nuevo calmará sus aguas una vez saciado su apetito. El caso puede estar cerrado. Pero las heridas abiertas siembran el futuro de calamidades.
Una suerte que espectadores y lectores se vieran beneficiados del intenso duelo que se produjo entre dos creadores excepcionales.
Tres años después, Ben Affleck se decide a dirigir, además de escribir junto a Aaron Stockard, la adaptación de “Gone Baby Gone”, novela de Lehane protagonizada por Patrick Kenzie y Angela Gennaro, personajes habituales en su obra, que ya han aparecido en seis títulos. Siendo un actor que no despierta demasiadas simpatías (algo que no le impide avanzar exponencialmente en su carrera, a punto de ser Batman, y protagonista de lo nuevo de David Fincher), pocas voces podrán alzarse (al menos, airadamente) contra su primer trabajo detrás de las cámaras. Y resulta extraño que un debut tan esplendido se haya ido quedando a la zaga en detrimento de sus siguientes obras, en especial la interesante “Argo”, cuya insufrible segunda mitad lastra el inteligente planteamiento con el que Affleck movió sus piezas en juego al principio. Pero nada de esto se atisba en “Adiós, pequeña, Adiós”. El tono naturalista y pausado que usa para su narración beneficia en mucho su planteamiento. Porque la película bordea peligrosamente (aunque sin caer en él) cierto sentimentalismo que desvirtuaría su fuente original. La novela en este caso es policíaca en su sentido más estricto. Dos detectives deben investigar la desaparición de una niña de cuatro años. Y el entramado que articula Lehane sobre este suceso desborda por su alcance, por sus continuos giros argumentales, por la riqueza de cada uno de sus personajes, por lo hiriente y desesperado de sus conclusiones cuando el final de esta investigación ponga el punto y final a la historia de esta niña siempre perdida sin importar el lugar en el que se halle. Lehane acaba de publicar otro relato con sus dos detectives, precisamente la segunda parte de esa novela adaptada por Affleck, el cual se ha apresurado a comprar los derechos y actualmente está en pleno rodaje de la misma.
Ni aunque la suerte pareciese no abandonar a Lehane a la hora de ver adaptada su obra, poco podía esperar que “Shutter Island” terminase en manos de Martin Scorsese, quien tiene la sublime habilidad de no saber cómo se hace cine malo porque mejores o peores en sus películas siempre termina empeñando el sello de su brío, su originalidad y su genio. Y “Shutter Island” no era un material nada fácil de manejar. Es una de sus obras más arriesgadas, con innumerables elementos extraños (Lehane describe su trabajo como una mezcla entre las Hermanas Brontë y la película “La invasión de los ultracuerpos”), que al contrario de lo que se espera de un relato policíaco, a medida que la investigación avanza, las puertas no se abren, se cierran, y poco a poco vamos quedando aislados en un misterio indescifrable del que no hay forma de escapar, como del manicomio donde transcurre la historia. Y ahí estaba Scorsese, filmando con su nervio y su inagotable imaginación ese paseo por la locura. Dos detectives deben visitar la isla que da título a la obra, y donde se ha decidido erigir una institución mental para delincuentes peligrosos. Una de las reclusas se ha fugado. Hasta ese momento, un relato lineal, mostrado, eso sí, con la mirada siempre inesperada de Scorsese. Pero la mujer ha huido de un cuarto cerrado por fuera, con barrotes en las ventanas, sin zapatos para caminar por una isla construida en la piedra castigada también por estruendosas tormentas, ha eludido a todos los vigilantes apostados y finalmente ha desaparecido porque de haberse arrojado al mar, las mareas la hubiesen devuelto a los acantilados. Imposible. Como si se tratara de alguno de esos delirantes y maravillosos cuentos de Agatha Christie o Chesterton donde un misterio aparentemente irresoluble tiene una solución de lo más sencilla una vez razonada. No es el caso. En la Isla Shutter los enigmas no se resuelven. Tan sólo son escalones que, como los del faro a los que debe subir el protagonista al final de la película para, al tiempo que descubre la verdad, quedar atrapado en un dilema (“¿Qué es peor? ¿Vivir como un monstruo o morir como un buen hombre?”), que provocó todo tipo de especulaciones sobre cuál era el verdadero desenlace de la historia. Scorsese tuvo que disfrutar, y mucho, con estos desmanes, y ese mundo de los años cincuenta, al punto de que se habla de que está interesado en filmar una precuela de “Shutter Island”, en este caso en una serie para televisión.
Y ahora, en nuestras pantallas, “La entrega”, donde Michael R. Roskam toma la responsabilidad de adaptar el primer guión que Lehane escribe. Puede que no esté a la altura de algunas de las películas anteriormente mencionadas, pero no hay fisuras en el relato, los diálogos son admirables, los personajes se superponen sobre la historia (algo muy de Lehane) y de regalo uno puede ver a Tom Hardy y James Gandolfini actuar juntos, y los dos absolutamente geniales. Cine de primera.
En el reciente Festival de San Sebastián se llevó el premio al Mejor Guión.
Y actualmente también se está adaptando uno de sus cuentos, “Until Gwen”.
Ojalá Dennis Lehane siga escribiendo también para la gran pantalla (o para la pequeña). Con estos antecedentes, lo mejor aún está por llegar.
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