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Diversas personas en una

Por Luis Javier Fernández Jiménez , 8 febrero, 2021

 

Hay una persona fundamental en mi vida, imprescindible, cuyo envejecimiento me preocupa. La suya ha sido una vida dispar respecto a la mía. Jamás lo ha tenido fácil. En su trayectoria han aflorado muchos baches y algunas carencias familiares que no  nunca fueron resueltas del todo; además, ha pertenecido a una generación de mujeres a las que el mundo, o la sociedad, no toleraban las propias biografías, ni aunaban para que tuvieran su libre desarrollo. En sus años de juventud, la gran mayoría de mujeres asumía el rol de ama de casa, ciertos puritanismos y recatos. Incluso el concepto de feminidad era algo que sustancialmente estaba por fabricarse, puesto que no había una cultura que abogase por el papel de la mujer y sus capacidades para la vida activa. Esa mujer fue franqueándose en los años donde el cuplé, las viejas costumbres y las mentalidades conservadoras, no veían con buenos ojos que una joven de 20 años se pintara las uñas, saliera de fiesta hasta las tantas, o tuviera rienda suelta. De modo que se puede decir que sus vicisitudes le han costado para ser una mujer libre, independiente y soberana de sí misma. Ahora está camino de ser una sexagenaria en manos de cómo el destino le reserve la vejez.

En ese umbral en el que todo mortal, al llegar a una edad cuando la piel se vuelve moteada, perdiéndose la tersura, bifurcándose las arrugas, donde aminoran algunas aptitudes, donde queda atrás la belleza de los años joviales, quedando a la suerte del tiempo y de los hábitos que se lleven, llega un momento donde se gestan muchas personas dentro de una. Es como si al pasar el ecuador de la vida, fuéramos infinitas personas en una sola. Pienso en ello últimamente. No cualquiera puede envejecer en condiciones envidiables; antes o después, al cumplir unos años, la persona que fuimos o la que podríamos haber sido, se extingue a efectos que no siempre son los más justos. Esto lo saben muy bien los más mayores. Cuando la veo con su pelo cada vez más canoso, los párpados caídos, los plisados que se forman en su rostro, me preocupa lo que dentro de unos años va a ser de ella: qué anciana se va a originar en ese cuerpo. Desconozco si ella también se lo replantea. En realidad ni siquiera lo haga, porque a menudo se aguardan muchos recuerdos en su interior; recuerdos que, conforme aumenta en almanaques, persisten con mucha fuerza. Demasiadas veces alude a la figura de su padre: el hombre más crucial en su vida, pues de él fue la primera figura masculina de quien recibió ternura, seguridad, afecto, cariño y protección. De pequeña la llamaba Pepa, aunque ése no es su verdadero nombre. También la llamaba «Guarda Casera» o le decía varias veces que, por su desparpajo infantil, podría ser en un futuro abogada o instruida en leyes. Siempre recuerda a su padre con tamaña nostalgia; le profesa una añoranza que, a sus casi sesenta primaveras, se mantiene igual que cuando a los doce años quedó huérfana. Su padre murió de anemia marcando un antes y después en la familia.

A raíz de aquello tuvo que abandonar los estudios y se incorporó a trabajar de niñera en la casa de una familia acaudalada. Como eran cinco hermanos, al fallecer el padre los más pequeños fueron los encargados de ganar la servidumbre mientras los hermanos mayores viajaban al extranjero, emprendían sus vidas adultas o quedaban exentos de mantener el hogar; así que su adolescencia fue convulsa, construida en los estragos del trabajo, sin formación, carente de metas y objetivos a largo plazo. Nunca tuvo la plena confianza de su madre, cuando ésta precisaba ser consejera, luz y guía en las adversidades. Quiso ser peluquera, pero la madre no tuvo a bien motivarla. Entrada en la juventud, entonces tuvo la fortuna de encontrar trabajo en una fábrica de conservas donde ganó dinero, conoció amigas, ardides frente a las exigencias del mundo y aprendió a establecer confianzas y destierros. Como era una mujer guapa, disponía de potenciales para salir a la calle y dar envidia a otras; eso también incluía el recelo de los hombres que tronaban sentimientos platónicos. Conoció a un hombre del que no se esperaba gran cosa. Le llamó la atención que en la primera cita el susodicho no tuviese voluntades ni pretensiones. Atónita por la corrección viril de él, empezaron a tener encuentros; luego acabaron siendo marido y mujer. Los hijos llegaron más tarde y comenzó a perfilar su vida marital y familiar. De todas sus etapas, la que más añora es la de la infancia, cuando su padre le delegaba en el campo, en noches oscuras y al raso, que fuera a cogerle el reloj que se había dejado sobre una piedra en la orilla de un camino. Pero eso sólo era un pretexto para hacerle perder el miedo a la oscuridad. Su madre, en cambio, adolecía de complacencia y afectos, puesto que, tal vez debido al carácter de una y otra, chocaban como dos imanes que se repelan por los mismos polos. Y a sus casi sesenta años, aprecio múltiples personalidades –no porque tenga ningún trastorno de la personalidad– sino por las versiones que en un mismo espacio y tiempo proyecta respecto a sí misma. Siempre he creído que nuestra verdadera personalidad estriba en la suma de todas las personalidades que somos. Y no somos imbatibles a tenor de los cambios continuos, que a veces para bien o para mal, nuestro destino, o nuestras experiencias, hacen del ser que somos.

Podemos tardar toda una vida en conocer realmente cómo es en esencia alguien; y en su totalidad no acabaremos por desentrañarlo completamente. A veces eso nos ocurre con las personas más cercanas, donde la familia se reserva un lugar especial; pero también hay amigos cuyas luces y sombras jamás vamos a conocer con exactitud. Por eso creo a pie juntillas que, las personas más allegadas, suelen ser las más desconocidas en cierto modo. Una persona es un universo muy complejo, al que, a decir verdad, no terminaremos de explorar nunca. Y puede que seamos un producto de nuestro pasado, una víctima del presente y un esbozo para el futuro; así que a lo largo de un día, podemos confrontar infinitas personalidades en un mismo cuerpo, destinado a perecer conforme mueren amistades, amores y todo lo que fuimos. En sus diversos arrebatos, a veces esta vida nos lleva a ser mucho más débiles de lo que nos imaginamos. Así creo que le ocurre a esa mujer en cuestión. Es mucho más débil de lo que se imagina; pero al mismo tiempo con la capacidad moral de que, a su edad, asume batallas que nunca podrán ganarse, rencores que no desaparecerán jamás, los besos que no llegaron de su padre y de su madre cuando tenían que haber llegado, calideces familiares que no van a implantarse porque las discordias quizás no se arreglen. Cenizas que ninguna llama conseguirá reavivar. Aun así, esa mujer sabe todo lo que la vida le ha quitado y nunca volverá a darle. Me lo ha dado todo y, en especial, traerme al mundo. Por eso el día que se marche una parte de mí morirá con ella.

 

 

 

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