Don Carnal y doña Philomena
Por José María García Linares , 5 marzo, 2014
Me vuelvo loco en los Carnavales de Tenerife. Es llegar a Santa Cruz y ver todo ese colorín, toda esa algarabía y tanta gente disfrazada que se me llena la vista de alegría y la boca de cubalibres. Qué paladar tiene esta fiesta, qué ánimo y qué forma tan sana de ver la vida y de afrontar lo que nos va deparando el tiempo. Allí estaba yo, en la plaza de la Candelaria, con mi disfraz la mar de bonito, mi cubata y, sobre todo, y esto es lo que más me gusta, con la seguridad de que, una vez finalizado el carnaval, no hay lugar para la pena en esta tierra de la luz azul y de comparsas. Esto me viene de lejos, claro, así, antediluvianamente, cuando en mi colegio de curas, en otro lugar, estas fiestas eran vistas como la depravación previa a los tiempos cenicientos de la tristeza, la penitencia y el pescado de los viernes. Llegaba el maldito miércoles de ceniza y un velo casi apocalíptico se cernía sobre el patio de la escuela. Nos llevaban a todos a la capilla y venga, a llenarnos la frente de polvo. Nos marcaban, como a las vacas, para recordarnos, con siete, ocho, nueve y taitantos años que íbamos a ser pasto de los gusanos. El más indicado de los mensajes a una edad en la que solemos ser impresionables. Ahora llega este miércoles y, con todo el recochineo del mundo, preparo el disfraz para el próximo fin de semana, el de piñata, en el que me lo voy a pasar todavía mejor y voy a pecar por los siglos de los siglos.
Todo este oscurantismo, toda esta pena con la que hay que prepararse para celebrar la masacre de un hombre, se me elevó a infinito, como decía uno de esos curas cuando explicaba los límites matemáticos, justo ayer cuando veía Philomena, esa película en la que Judi Dench, grandiosa actriz, interpretaba el papel de una madre en busca de su hijo robado por unas sormarías en un convento irlandés. En algunas escenas el silencio de Judi es desgarrador, su mirada arrasada por la tristeza, por el peso de una vida rota y siempre en búsqueda… Estas actrices mayores, bellísimas en su vejez, de talento inconmensurable, son, al menos para el que esto escribe, el mayor valor de la industria cinematográfica actual. Son capaces de llevar ellas solas todo el peso de la película. Hay una escena en la que Philomena se encara con una de esas delincuentes de crucifijo y agua bendita para otorgarle su perdón, porque ella, Philomena, no puede vivir con ese peso de rencor. ¿Cuántas madres españolas habrán sido capaces de perdonar? ¿Se puede perdonar un crimen como este? El golpe de efecto de la película es genial en este punto, porque le da la vuelta a la tortilla. ¿Quién debe perdonar? ¿Quién debe pedir perdón? ¿Para quién la penitencia? De niño nunca entendí eso del pecado original, qué había hecho yo al nacer y a santo de qué tenían a mí que perdonarme, si era un niño muy bueno, no le contestaba a mi madre y sacaba muy buenas notas… Qué gente, por Dios. Qué miedo.
Y claro, con todo esto mi ganas de fiesta se han multiplicado. No voy a hacer penitencia, no señor, no voy a dejar de comer nada los viernes, no voy a parar de folgar, como decía fray Luis, y voy a gozar de todo lo que venga, porque la vida, como cantaba Celia Cruz, es un carnaval y las penas, al menos las mías, se van bailando.
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