Y es que Bilodo es un hombre peculiar con algunas manías: cuenta los peldaños que sube a diario, que suman un millar y medio, y cree que, si subir escaleras fuese una modalidad olímpica, tendría la posibilidad de ocupar el podium. También es aficionado a la caligrafía y tiene una afición secreta: leer la correspondencia íntima que reparte como cartero.
Todas las noches, Bilodo abre las cartas con vapor, las copia y las clasifica por su contenido. De manera que el destinatario recibe el original con un día de retraso. Así fue cómo conoció a Ségolène. Una joven y guapa maestra que envía mensajes cortos a un tal Grandpré, un hombre barbudo y desmelenado al que Bilodo siempre ve ataviado con un kimono rojo.
Los mensajes cortos de Ségolène, siempre de tres líneas, fascinan a Bilodo, sobre todo cuando se entera de que son haikus.
Haikus son poemas japoneses de tres versos sin rima y que suelen hacer referencia a temas de la naturaleza. Pero además son el hilo conductor de una de las historias mejor narradas que me he encontrado últimamente. Enganchada desde el primer momento a esta prosa filosófica breve pero que encierra una sensibilidad impresionante.
Porque la soledad y la rutina te llevan a veces por parajes desconocidos, donde crees encontrar lo que no encuentras en tu día a día ansiando así salir de tu monotonía. Buscas en tu imaginación y te rodeas de sueños y de anhelos de lo que querrías ser.
Mi deseo: Llegar a escribir algún día como Denis Thériault.
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