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«El Congreso»; una oda a Robin Wright

Por Emilio Calle , 2 septiembre, 2014

Sin título (3)Durante la guerra fría, los combates no se libraron únicamente en los despachos de los servicios de inteligencia, ni a un lado o al otro de un muro mortal. Tan importante como en cualquier otra guerra, la propaganda era una de las armas fundamentes Y una de esas batallas se libró en el cine. En 1972, los soviéticos estrenaron “Solaris” (Andrei Tarkovsky), una adaptación de la obra maestra de Stanislaw Lem, buscando responder a la revolución provocada por la odisea espacial imaginada por Stanley Kubrick unos pocos años antes, y furiosos de que los estadounidenses ya hubieran puesto su bandera en la luna. Debían contrarrestar el poder hipnótico (ni que decir tiene que, además de eso, probar la decadencia occidental) de esa película mítica desde su estreno, y hacerlo con un trabajo surgido de las mismísimas esencias de su triunfante ideología. Pero hicieron mal sus cálculos. A Tarkovsky le importaba más bien poco esa guerra entre gentes sin entrañas ni conciencia, y transformó la novela de Lem (que narra el encuentro con un planeta inteligente, y la imposibilidad de comunicarse con una forma de vida extraterrestre) en una exploración, lenta y densa, casi hermética, de la culpa, que pese a ganar el Gran Premio del Jurado de Cannes y a convertirse en una película de culto, no sirvió a los propósitos de la nomenklatura soviética, que tanto dinero había destinado a su producción. Un proyecto descabellado desde su inicio, pues no deja de ser curioso que para ensalzar los valores de la nueva identidad nacionalista se recurriese a un escritor polaco cuyas novelas y cuentos no pueden ser etiquetados por mucho que se intente, y que hacen añicos cualquier intento por domesticarlos.
Stanislaw Lem (1921-2006) fue uno de los autores más originales de toda la historia de la literatura. Erróneamente relacionado solo con la ciencia ficción (era un científico brillante, aunque incapaz de acallar todo el ingenio, el humor y la imaginación con la que escribía), su obra resulta fascinante por la variedad de temas que abarca, su aproximación siempre osada y en tantas ocasiones hilarante, original como muy pocos escritores ha logrado ser. Y pese a tanta virtud y tan fascinantes propuestas, el cine no ha sido generoso con sus adaptaciones, más allá de algún título menor cubiertas ya por el polvo del olvido, todos rodados en el este. En 2002, Steven Soderbergh volvió a llevar a la pantalla “Solaris”. Y otra vez, todo parecido con el original y su revisión no pudieron estar en orillas más contrapuestas. El director recombinó como quiso la complejidad de la novela, hasta conseguir una película que en nada reflejaba las preocupaciones metafísicas expuestas por Lem. De hecho, el propio autor, tras asistir a un pase de esa adaptación, comentó para toda la prensa: “Hasta donde yo sé, mi novela se titula Solaris, no Amor en el espacio exterior”, pues su verbo era tan preciso y falto de retórica tanto en sus escritos como en sus declaraciones, y con esa sencilla sentencia puso a cada quién en su lugar.
Es más que probable que si aún estuviera vivo, y viera en qué se ha transformado su novela “Congreso de futurología), recaería en otro ataque de desconcierto agudo y seguro coronaría su opinión con alguna punzada de lo más afilada.
Al menos, durante todo el comienzo de la película.
Porque hay que tener paciencia para entender, al menos en parte, qué tiene que ver este congreso filmado por Ari Folman (director que irrumpió en el cine con una estremecedora mezcla de cine real y animación, de documental y ficción, titulada “Vals con Bashir”) con el relatado por Lem. Es lo que se suele llamara una adaptación libre, y que a veces es tan libre (véase la supina estupidez rodada por Kenneth Brannagh cuando le dio por pisotear “La huella”, hasta no dejar de ella ni el menor rastro reconocible) que toda fidelidad queda saboteada.
Aunque los demás no podamos reprochar que esa “traición al original” no venga compensada. Y con creces.
La película arranca con un soberbio plano de Robin Wright (que se interpreta a sí misma en este compendio de simulacros) llorando mientras su agente (que como regalo extra nos devuelve al mejor Harvey Keitel, al que tres secuencias le son más que suficientes para llenar de una profunda humanidad una película tan tecnificada) le reprocha la vida que ha llevado. Y resulta muy turbulento escuchar unas palabras que a su vez tienen eco en la biografía de Robin Wright. Los que somos devotos de su trabajo buscamos respuestas al misterio de cómo una actriz que con su debut en “La princesa prometida” (película a la que se hará referencia varias veces, y hasta veremos su cartel mientras la propia Wright lo mira, contraponiendo su rostro de entonces, con el de ahora, donde todo parece distinto excepto la eterna tristeza en su mirada), cuyo éxito hizo que los estudios se rindieran ante ella, no logró convertirse en la estrella a la que parecía estar destinada en el Olimpo de las luces y de sombras, y cuya filmografía (siempre certificada por su talento, que no hace más que aumentar con los años porque no hay obra donde ella aparezca donde su interpretación no sea, cuanto menos, extraordinaria) nunca le ha regalado papeles que la hubiesen convertido ya en el mito que debería ser (como sí le ocurrió a Michelle Pfeiffer, cuyo despegue también vino con una película de corte fantástico y medieval, y que a raíz de ello pasó a formar parte de títulos a la verdadera altura de una actriz tan relevante). Y siendo más o menos ciertos, oiremos, mientras la vemos llorar desde su semblante brutalmente herido, los motivos que la han mantenido tan lejos del éxito y de los papeles protagonista. Son duros de escuchar y no este lugar para establecer equivalencias con su vida real. Pero quedan resumidos a una sentencia que pesa sobre tantas actrices. Es una mujer de 44 años, cuyo esplendor y juventud (como si esas fueran las únicas armas que posee) la condenan a un ostracismo del que ya no podrá escapar. Su agente trata de convencerla de que acepte un último papel que asegurará su pervivencia el futuro sin necesidad de interpretar. Una moderna técnica permite escanear hasta su alma, y así, mientras ella envejece lejos de las cámaras, dicha réplica protagonizará película tras película. Y ella, entre dudas y un entorno muy inestable dentro del amor que siente por sus hijos, termina aceptando.
Un soberbio prólogo sin que hasta ese momento uno sepa qué pinta Lem en todo esto.
Pero es entonces cuando el film pasa de imagen real a convertirse en una película de animación. Han transcurrido veinte años, y una Robin Wright dibujada asiste a un congreso donde al fin se establece la conexión con el autor del libro. Si en la novela, el astronauta Ijon Tichy (protagonista de un sinfín de relatos de Lem, y al que muchos han comparado con el Gulliver de Swift, sólo que mucho más viajado y con mucho más humor, lo cual no es tarea fácil) asiste a un congreso donde se decidirá el futuro de la humanidad, y este pasa por la decisión del gobierno de administrar a toda la población una poderosa droga que además de felicidad les dejará en la inopia más mansa (lo que derivará en graves disturbios sociales), en la película también se debate otro porvenir, en este caso el del cine, incluso el de la imagen en general, y la solución igualmente pasa por una píldora de resultados milagrosas: no bastan las réplicas de los actores, ya también se podrá prescindir de ellas gracias a una pastilla que permite transformarse físicamente en tu ídolo y sentir cuanto sienta. Esto permite al director hacer múltiples referencias a los mitos del celuloide (con hallazgos muy acerados y divertidos), y el universo visual que despliega se nutre tanto de iconografías conocidas con de la fantasía del autor, que en muchos momentos puede recordar los desmanes lisérgicos de obras como “El submarino amarillo”. Y mientras esa realidad es cuestionada y saboteada por un grupo revolucionario, Robin Wright buscará salida a sus propias tormentas interiores, en un periplo cada vez más íntimo y desolado.
Aun podremos ver a la actriz en imagen real durante unos minutos poco antes del final. Las acompañaremos mientras atraviesa una ciudad destruida, con gente harapienta y gestos robados, que deambula como lo harían prisioneros en un sueño ajeno en el cual son esclavos. Ella logra abrirse paso en dirección contraria hasta alcanzar lo que es a la vez destino y desenlace.
No hay modo de describir con justicia el trabajo de Robin Wright. Cómo baraja amargura y esperanza, cómo apura cada uno de sus sentimientos, siempre bajo esos ojos saqueados por la tristeza, cómo vuelve a resurgir una y otra vez de sus propias cenizas, como desafía las convenciones y las transforma en una poesía desgarradora.
Quizás muchos piensen que que «El congreso» es una película complicada de abordar, que desconcertará si uno no se deja llevar por el dolor y la soledad con la que Robin Wright levanta su retrato, que puede espantar por los recelos de que sea una obra con demasiadas lecturas. Y no lo es. Es sólo un film extraño y distinto, tanto como lo es la maravillosa actriz que lo interpreta. Un trabajo bellísimo sin tinturas intelectuales de ningún tipo.
Hasta cabe dudar de que en esta ocasión el propio Stanislaw Lem no se dejase seducir por esta propuesta arriesgada, aunque se aleje tanto de la novela en la que se ha basado.
Se quejaría, seguro. Pero no mucho.


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