El derby de Scorsese
Por Salvador Gutiérrez Solís , 4 marzo, 2014
En un banquillo, Joe Pesci, bronco y evidente, corazón desnudo, acción/reacción, la evidencia de la adrenalina. En el otro, De Niro, la flema y el hígado, el vuelo del vampiro, maestro de camaleones. Qué suene la música y los espectadores garabateen las gradas con su entrega. Cánticos de guerra, en la última línea del horizonte se intuye Crimea.
En el primer suspiro, antes de que se repartieran todas las cartas, un esbirro de De Niro dispara. Un tiro certero, bien ejecutado. Un hombre cae al suelo con un boquete en la frente. Manual de instrucciones para ejércitos heridos: a un solo grito, todos a la guerra, todos, he dicho todos. Y todos van a la guerra con sus pinturas de guerra en las mejillas. Joe Pesci se venga a lo breve, sin celebraciones, nada que reír. Ya reirá en su segundo acierto. Parece un accidente, por su simpleza, por su delirio, pero es otro cadáver en el bando enemigo.
Ray Liotta arenga a sus compañeros de coche, los agarra de la pechera y los zarandea. Yo no he venido a perder el tiempo, les dice, y nadie se atreve a mover un músculo, más temerosos que obedientes. Mientras, siguen los golpes bajos en el callejón, en un plano secuencia que concluye cuando el vigilante de la guarida tiene un descuido y permite que el jefe de la banda rival se cuele hasta la cocina. Ray Liotta no perdona, solo necesita medio metro. La ley del más fuerte.
De Niro y Pesci se estrechan la mano tras tomar un trago con sabor a victoria. Ya pasó, todo está olvidado. El tren aguarda en la estación. Iremos hacia el Norte, un chivatazo de un banco escueto en vigilancia. Tiene buena pinta. El director nos dejará una llave bajo la mesa. Es uno de los nuestros.
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