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El embrujo de Miami

Por José Luis Muñoz , 17 junio, 2024

Cuando me reúno con amigos y colegas me resulta difícil explicarles por qué me gusta Miami y he visitado tantas veces la ciudad. Se acepta que a todo el mundo le guste Nueva York, que se viaje muchas veces a la ciudad de los rascacielos que nunca duerme y tiene una actividad cultural extraordinaria, pero… ¿Miami?

Antes de pisar físicamente la ciudad más grande de Florida ya estuve con esa magnífica película de Brian de Palma, de cuando el director ítaloamericano apuntaba tantas maneras que podía hacerle sombra a Martín Scorsese, que se llamó Scarface (en España El precio del poder) con un Al Pacino jovencísimo como el marielito Tony Montana que desembarca en la Venecia de Florida y escala puestos a sangre y fuego entre la mafia local. El filme tenía momentos terribles (un descuartizamiento con motosierra), otros épicos (Al Pacino hundiendo la cabeza en una montaña de cocaína) y además nos permitía admirar a una jovencísima Michelle Pfeiffer muy sofisticada, como amante del gángster, que empezaba su carrera. Años después Brian de Palma volvía a la ciudad con Carlito’s Way (en España Atrapado por su pasado), corroborando que la ciudad de Florida seguía inspirándole y sacaba lo mejor de sí mismo cinematográficamente hablando.

No soy muy aficionado a las series, pero algún capítulo vi de Miami Vice protagonizada por esos dos polis horteras personificados en Don Johnson y Philip Michael Thomas que lidiaban con toda clase de mafiosos y chicas esculturales, navegaban por los canales de la ciudad en lanchas fuera borda y asistían a fiestas en donde reinaba el lujo y el glamur. La serie vendía la imagen de una ciudad frívola y ostentosa en donde los multimillonarios caían de las palmeras si les dabas una patada al tronco. Puestos a elegir, preferí la película de Michael Mann, uno de mis directores preferidos porque nunca falla, con Colin Farrell y Jamie Foxx.

Con todo este bagaje audiovisual a mis espaldas, viajé a Miami la primera vez como turista y me dejé seducir por los tonos pastel de sus edificios, su perfil marino, sus daiquirís, sus canales y sus cayos. Esa Norteamérica tropical y mestiza, en la que se hablaba tanto el español como el inglés, nada tenía que ver con la cosmopolita Nueva York, era un patio de recreo. Me reventaba el calor y la humedad, pero ahí estaba el mar para darse un chapuzón o llevar escasa ropa encima. Me enamoré tanto de la ciudad que conseguí, y todavía no sé cómo, ser invitado a la Miami Book Fair en sucesivas ediciones pasados unos cuantos años, pero más ilusión que el festival literario en sí, en donde coincidía con colegas a los que ya conocía de la Semana Negra de Gijón como el mexicano Paco Ignacio Taibo II, el cubano Rodolfo Pérez Valero y el norteamericano William C. Gordon, me lo producían las largas caminatas por la interminable Ocean Drive, saltar de cayo en cayo a lomos de la bicicleta que alquilaba, patear Little Havana y comprobar lo serios que eran sus cubanos comparados con los de La Habana,  o contemplar las maravillosas puestas de sol daiquirí en mano y muy cerca, sin saberlo, de donde Versace había sido asesinado. Así es que la ciudad comenzó a abducirme y yo a hacerla mía recorriendo su litoral interminable de punta a punta, subyugado por sus neones y los tonos pastel del Distrito Art Deco. Puedo afirmar que, en un restaurante dominicano de Cayo Largo, junto a una laguna interna, degusté el mejor café del mundo, concentrado y corto, y siempre que voy a Miami voy a comer allí, a lomo de mi bicicleta, sus particulares paellas.

Cuando Pedro Medina León, el escritor peruano radicado en Miami que mejor conoce la literatura negra que se cocina allí, me invitó a participar en la antología Noir Tropical Miami, no lo dudé un instante porque me apetecía mucho escribir un relato negro ambientado en la ciudad y me salió uno de un tirón ambientado en Little Havana y protagonizado por un tal Poitier, en homenaje al protagonista de En el calor de la nochePoitier en Little Havana. Tan buen sabor de boca me dejó ese relato, que alumbré en una tarde, de una tacada, que amenazó con escribir una novela ambientada en la megápolis de Florida. No sé si volveré a Miami, uno se hace mayor y comodón a medida que pasan los años, pero todavía soy capaz de recorrerla soñando.

 

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