El juglar de la guerra fría
Por Isabel Camblor , 9 febrero, 2014
Termina la segunda guerra mundial y Kerouac, Ginsberg, Burroghs y los otros dignos poetas humillados por la espeluznante batalla, olfatean el panorama de la guerra fría y de la terrible depresión económica y responden a su manera: con un unánime jadeo iconoclasta a través del cual logran despertar hasta a la más sosegada de las conciencias.
Los juglares de la guerra fría dedican su tiempo a rasgar poemas, abrirlos y acoger en ellos al enemigo; bailan con sus adversarios al ritmo que ellos manejan: un ritmo descabellado, tan imprevisible que consiguen con él hacer tropezar a todos esos burgueses gordinflones a quienes responsabilizan de tanto desastre. Al rato, estos mismos burgueses gritan: ¡Va haciendo falta un poco de cicuta para acabar con esos poetas del lado salvaje que no hacen sino corromper a nuestros jóvenes! Pero nadie les escucha porque la voz de los escritores de la generación beat ya ha tomado enteramente la plaza fuerte.
Los juglares de la guerra fría se parecen en eso al resto de los poetas universales, en que tienen la noble función de machacar lo establecido, y también en que nadie se fía de ellos. Estos poetas «beat generation» tienen concretamente en común con los simbolistas franceses no sólo la condición de borrachos y malditos, sino el hecho de cantar a la náusea con una fuerza inédita; y tienen también en común con los existencialistas y con los impresionistas europeos el hecho de agruparse en pandilla y hacer piña (sólo que estos amigos estudian en la universidad de Columbia y no en la de París, y pasean sus visiones por bares del Este norteamericano, clubes neoyorkinos donde salvajes sesiones de un jazz vertiginoso los realimentan y predisponen a improvisar todavía con más ímpetu si cabe, a despreciar la rima y a agitarse inarmónicamente por espacios nihilistas donde nadie más se atreve a entrar). Y por último se parecen al resto de los poetas, al poeta universal, por atreverse a hacer propuestas inadmisibles, como Kerouac cuando clama en uno de sus más logrados versos: «demando que la raza humana salude con una reverencia y se retire».
Aunque ahora, cuarenta y tantos años después, aceptamos que pedían imposibles y que finalmente tampoco lograron cambiar el mundo, somos muchos los que tratamos de capturar el gesto alborotador de una época excepcional, aunque sea pinchando vinilos de Janis Joplin (¿sabéis que la letra de «Buy me a Mercedes Benz» es del poeta beat Michael Mc Clue?), o de Patti Smith, Van Morrison, Jethro Tull, Iggy Pop, Lou Read (simpático beat minimalista), Pink Floyd, Dylan y todas esas criaturas cómplices de aquellos escritores excesivos, villanos todos ellos, que acostumbran caer de bruces, morder el polvo y al levantarse resulta que sólo se les ocurre hacer una reflexión feroz y apocalíptica con forma de verso libre.
Ya nos lo advierte William C. Williams en su prólogo para «Aullido» de Ginsberg: «Remangaos las faldas, señoras mías, que vamos a atravesar el infierno».
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