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El miedo y la Bolsa

Por Carlos Almira , 10 enero, 2015

Los asesinos de los periodistas de Charlie Hebdo han sido localizados y abatidos en una imprenta cerca de París. ¿Alguien dudaba de un desenlace como este? Sin embargo, siguiendo el relato de los Medios de Comunicación franceses y españoles, por momentos, uno tenía la sensación de que podrían escapar, esconderse, volver a cometer otros atentados como el de hace unos días. Ya las imágenes del tiroteo en la calle, en pleno centro de París, del asesinato del policía (árabe y musulmán) que custodiaba el periódico, tomadas desde las azoteas, recordaban las de una película de acción. Hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria moral: somos capaces de contar el horror.
Acerca del terrorismo en general, y del terrorismo islámico en particular, quiero hacer algunas consideraciones un poco más allá de la obviedad de la condena: claro que lo que ha ocurrido es horrible; claro que los terroristas son unos asesinos; y que en este caso, además, han manchado de sangre (con su mierda moral envuelta en fanatismo religioso), uno de los emblemas de nuestro mundo: la libertad de prensa, en una sociedad pluralista y secularizada, articulada además, en el caso de Francia, sobre fuertes valores republicanos. Lo que ha ocurrido es repugnante. Esto es obvio. Ahora hay que pensar:
1º) Aunque es imposible evitar que un grupo o un individuo fanatizado cometa una masacre puntual, en nombre de Alah o de cualquier otro ideal, esto no implica que nuestro modelo de sociedad, que nuestra Civilización y nuestros valores, estén a merced de cualquiera. Sin embargo, el relato de los medios ante estos sucesos tiende a repetir el esquema de los cuentos infantiles: el Mal está por todas partes; sus designios son inescrutables; nuestras instituciones y autoridades velan por nosotros frente a los malvados, que son tan fuertes como ellos; las fuerzas del Mal son tan poderosas cada vez que ocurre algo como los individuos que las encarnan puntualmente; y viceversa. En una palabra, del relato de los hechos en la radio o la televisión, articulado sobre el mismo esquema que una narración, el público no sólo queda fascinado (puesto que los hechos adquieren sentido de pronto, como ficción), sino convencido de que hay un guion de la Historia que sólo podrá ser reescrito, enderezado hacia cauces justos y morales, mediante la reacción oportuna. Al antihéroe habrá de oponérsele el héroe. A quien nos amenaza en la calle, la estación de tren o el autobús, habrá que visualizarlo para destruirlo: en los cuentos es el lobo, el cazador, la madrastra; en nuestra vida cotidiana será un hombre joven, de tez más bien oscura, con barba y aspecto oriental. Ogro
Insisto: no hay justificación posible para los asesinos. Ni siquiera el miedo.
2º) Una vez convertido en relato, el horror de los hechos viaja hacia abajo y hacia arriba: abajo, encuentra un público en general, crédulo, indignado, entre el miedo y el deseo de acción. Prietas las filas frente al Mal encarnado por lo extranjero, por lo otro. Pues, como en los cuentos de nuestra infancia, el Mal sólo puede venir de fuera de lo que somos, de la oscura profundidad de nuestro cuarto, del sueño, el bosque o la noche. Y aquí aparece la paradoja: aunque ningún lobo solitario, ningún asesino fanatizado puede poner en peligro por sí solo nuestras instituciones y nuestro mundo moderno, nuestra reacción irracional, alimentada por este relato, sí podría destruir parte de ese mundo: la tolerancia, la buena fe, el respeto secularizado a lo diferente, la pluralidad en la que se han basado, hasta ahora, nuestras sociedades (con oscuros intervalos, es curioso, a los nazis les gustaba desfilar cantando, de noche, por calles y plazas medievales como las de los cuentos, con antorchas y estandartes). El fanatismo de los asesinos es una fuerza histórica mucho más débil que nuestro miedo y nuestro deseo inconfesable de venganza; que el gregarismo irracional que provoca en nosotros.
¿Y arriba? Los hechos y el horror encuentran a nuestras autoridades, a los pro-hombres, a las gentes revestidas del poder y la responsabilidad de preservar nuestro mundo. ¿Quién se negará a identificarlos con el Bien Absoluto cuando condenen lo que es, obviamente, condenable; cuando ondeen nuestras banderas a media asta y decreten un minuto de silencio como rechazo y en memoria de las víctimas? Para los de arriba el terrorismo es, aun a su pesar, un capital político: les proporciona una ocasión preciosa para ponerse públicamente del lado del Bien y la Justicia, siquiera sea por una vez. Nadie (y yo me incluyo) va a contradecirlos en esto. Pero hay que pensar. Lo siento, pensar es nuestra obligación moral. Asesinatos como los de París desplazan momentáneamente, de la percepción del público, de la imagen de nuestras autoridades todo lo que las identifica un día tras otro con lo parcial, lo discutible, lo interesado. Las reviste, siquiera sea momentáneamente, de un valor realmente universal. ¿Qué más se puede pedir? Sin embargo, no creo que nuestras autoridades se alegren por esto. No quiero creerlo. No lo creo.
Aparte del capital político del miedo, que puede ser movilizado (conscientemente, pero también sin intención, por la mera fuerza del relato del horror), y transformar una sociedad moderna y civilizada en una masa gregaria, vengativa, ciega y destructora de aquello que inicialmente pretendía defender y preservar; aparte de esta fuerza que en momentos oscuros, no tan lejanos, de nuestra historia se ha desencadenado sin piedad ni freno, hay otra fuerza que también puede destruir nuestro mundo moderno, plural, y secularizado: nuestras propias contradicciones como sociedad. Por ejemplo: el hecho de que a todo capital y riqueza se le deba una recompensa por nacimiento, una especie de pleitesía material, aunque no tenga la más mínima relación con la actividad empresarial ni con la creación de riqueza.
Si, además de expresar nuestro desprecio y nuestro rechazo absoluto por los asesinos, de exigir a nuestras autoridades que busquen y apliquen los medios más eficaces y racionales para defendernos contra ellos, queremos conservar lo mejor de nuestro mundo, lo mejor de nosotros, vigilemos nuestro miedo y la Bolsa. No renunciemos a pensar.


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