El «pasillo del amor»
Por Fernando J. López , 20 enero, 2015
Lo llamaban, con sorna, el pasillo del amor. A los profesores del claustro les hacía gracia que los alumnos de Bachillerato saliesen entre clase y clase a buscar a su pareja y besarse con fruición durante los escasos minutos que restaban antes del siguiente timbre. Resultaba difícil recorrerlo y atravesar aquel muro de cuerpos adolescentes enlazados en una pasión a menudo tan efímera como avasalladora, capaz de convertir ese pasillo en una de las zonas más cálidas del instituto.
Y la mirada cómplice y divertida se mantuvo hasta que ellas tuvieron el valor de salir también. No era fácil, había que vencer demasiados miedos y asumir que habría quien podría hacer algún comentario ofensivo -la palabra, arma contundente y sencilla-, pero sus ganas eran superiores a sus fantasmas, así que se hicieron visibles y abandonaron, en ese mismo pasillo, su anterior y obligada transparencia.
Por primera vez, sí, se las vio. Y sus compañeros, para su sorpresa, no dijeron apenas nada. La mayoría lo intuía y, en general, más allá de la novedad, poco dio que hablar aquel acto íntimo. A fin de cuentas, los demás estaban muy ocupados en unir sus propios cuerpos y lenguas y el minúsculo plazo de sensualidad comprendido entre timbre y timbre no permitía extenderse en juicios a los actos ajenos.
Pero esos juicios, por desgracia, llegaron. Porque a cierto profesor le pareció que aquel beso era un mal ejemplo para los alumnos más pequeños. ¿Y si les invitaba a vivir su sexualidad con la misma visibilidad que lo hacían ellas? Así que corrió a avisar de la amenaza de contagio y la sala de profesores se llenó de un rumor sordo en el que solo un par de voces se levantaron contra la opinión unánime de que aquel pasillo comenzaba a ser un lugar peligroso. Cesaron los comentarios jocosos, los guiños cómplices, las miradas condescendientes y reunieron a las alumnas causantes del escándalo, explicándoles que eran demasiado jóvenes para saber lo que hacían, que estaban confundidas y ofuscadas, y que solo estaban atravesando una fase que, sin duda, habían de superar.
Pudieron agachar la cabeza, pero no lo hicieron. Hacerse visible exige demasiado valor como para dar un solo paso atrás, así que se mantuvieron firmes en una pasión que les parecía eterna. Todos los amores lo son, en realidad. Hasta que se agotan. Y ellas querían agotar el suyo. Tenían derecho. Hubo padres que protestaron. Cartas anónimas entregadas en la dirección. Profesores que las evaluaron negativamente para castigar, académicamente, su conducta. Sobrevivieron, de alguna manera, y comenzaron otra vida lejos de allí. De ese curso, me dicen, ya no guardan más recuerdo que el de su valentía y alguna que otra cicatriz que, con el tiempo -esperan- irá pasando.
Me gustaría decir que esto no es más que un relato. Pura ficción. O una anécdota anacrónica y lejana. Pero las dos protagonistas tienen nombre y, por si no fuera suficiente, esta semana he leído un caso muy parecido al suyo en las redes sociales. Hace solo unos meses que las dos acabaron el instituto. Y su pasillo, aquel pasillo, sigue clausurado.
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