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El zorro cazado

Por Víctor F Correas , 14 octubre, 2014

El cielo está gris. Algunas nubes negras asoman en el horizonte. Negras. No podían ser de otro color.

Una ráfaga de aire entró por la ventanilla abierta de su coche. Un sucio cartel indica a pocos pasos que se encuentra en las cercanías de Ulm. No llegará a ella. Tampoco le importa. Es Ulm como podía haber sido Munich, Frankfurt o la mismísima Berlín. Qué más da. Si tiene que morir, qué importa el lugar. Él, el más famoso mariscal de campo alemán, muriendo como una rata. Triste vida.

Mariscal Erwin RommelQué lejanos quedan los tiempos de las campañas militares en el norte de África. El Africa Korps. El miedo que infundía, el respeto con el que le consideraron sus rivales y enemigos. Enemigos, sí, pero luchando con honor, respetándolos. Él que se negó a obedecer la Kommandobefehl, esa testaruda orden del Führer de ejecutar inmediatamente a todos los comandos capturados en Europa o África si intentaban rendirse. ¡Qué tiempos aquellos de la 1ª Guerra Mundial, en la que el honor y el reconocimiento del adversario eran moneda de uso común! Sí, se luchaba y se moría como en cualquier otra asquerosa guerra, pero si respetabas al adversario, obtenías el mismo reconocimiento. Ahora, no. Ahora que va a morir, y de una manera tan ruin, tan rastrera, menos lo entiende. No son maneras de jugar.

Y va a morir porque no le quedan más cojones. Juró lealtad al Führer, le fue fiel y contribuyó a su engrandecimiento, y con ello al de Alemania. Pero eso quedó atrás. Los tiempos son otros. Lo vio el día que los aliados desembarcaron a sangre y fuego en Normandía. Lo vio con sus propios ojos; Alemania estaba perdida. Sin ni siquiera esperar a conocer el derrumbe completo del ejército del este ante el empuje rojo, lo que vino del Atlántico cambiaría el rumbo de la guerra. Y Hitler no quiso darse cuenta por mucho que él y otros tantos así se lo dijeran. El Führer está sordo. No oye ni escucha, tampoco se deja aconsejar. Había que variar el rumbo de las cosas, hablar, negociar, había tiempo de evitar lo inevitable. Y por eso Erwin Rommel está ahí, en ese coche, al pie de la carretera, a pocos kilómetros de Ulm. Entre los dedos sostiene una cápsula. Está llena de veneno. Mira de reojo y observa cómo el conductor departe con los generales Wilhelm Burgdorf y Ernst Misel, del Estado Mayor General. Estos dos últimos son los que acudieron en su búsqueda para que cumpliera lo pactado. Y lo pactado es su muerte.

¡Qué más da si él no participó en el atentado que a punto estuvo de costarle la vida al Führer el 20 de julio pasado! Tiene ya demasiados enemigos, lo sabe. Y también sabe que si no lo hace, su familia lo pagará caro. Sus enemigos le acusan de que quiere ser el sustituto del mismísimo Führer. ¡Qué tontería! El atentado, el Führer, Alemania. Todo. O ser juzgado, o el veneno. Esa es la elección que le pusieron sobre la mesa horas atrás. Se despidió de su esposa. “Vengo a decirte adiós, Dentro de un cuarto de hora estará muerto. Sospechan que intenté matar al Führer. Él me da a elegir entre el veneno o un tribunal popular”. No lo fue, qué más da. Se sabe inocente. Y la conciencia, tranquila.

Las nubes son cada vez más negras. En sueños, Erwin Rommel cree haber escuchado un trueno. Alucinaciones. El veneno, que ya empieza a hacer de las suyas. El cielo es cada vez más negro, más negro…

Al regresar al coche, los generales Wilhelm Burgdorf y Ernst Misel aseguran que vieron a Rommel encorvado y tendido en el asiento trasero del coche, con la gorra y el bastón de mariscal en el suelo, agonizando, un 14 de octubre de 1944.

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