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Eli Wallach: el secundario que se convirtió en protagonista

Por Emilio Calle , 26 junio, 2014

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La muerte de Eli Wallach, pese al regusto amargo que deja, no puede por menos que provocar en la memoria del cinéfilo una excitación que a veces parece que sólo pueden convocar esos grandes nombres con los que se corona la historia. Ya habrá tiempo de añorar su presencia, pero hoy no nos deja más impulso que el de celebrar su obra.
Eli Wallach nació en Brooklyn, hijo de inmigrantes polacos, en 1915. Se graduó en Historia en la Universidad de Austin, pero a su regreso a la Gran Manzana empezó a interesarse por la actuación, y no tardó en aparecer en algunas obras. La Segunda Guerra Mundial supuso un terrible paréntesis en esa vocación, pero logró sobrevivir al conflicto, lo que le permitió pasar a formar parte del Actors Studio de Lee Strasberg. En sus clases conoció a Marlon Brando o a Marilyn Monroe, con la que más tarde coincidiría en una obra maestra.
Pero el cine no le llamaba tanto la atención como el mundo del teatro. Sin embargo, como muchos otros intérpretes del Actors Studio, Wallach es convencido por Elia Kazan (cuya genialidad en tantos terrenos no ha podido escapar de su papel como delator durante la época del “macartismo”) para que abandone las tablas por la gran pantalla (habiendo rechazado el extraordinario rol que interpretó finalmente Frank Sinatra en “De aquí a la eternidad” ´sólo para poder seguir entre bambalinas). Y su debut fue en “Baby Doll (Elia Kazan, 1956), basada en una obra teatral de Tenesse Williams, quien también escribió el guión. La película narra las oscuras penurias de Karl Malden, un hombre mayor casado con una chica mucho más joven (Carroll Baker), que prometió al padre de ella que no mantendría relaciones sexuales con su esposa hasta que esta no fuera mayor de edad. Y la acción arranca justo el día antes del tan esperado cumpleaños, esperado con algo más que ansiedad y paciencia por el abnegado marido. En esta irrespirable tensión, es Wallach (un terrateniente con todos los apetitos desbocados) quien protagoniza la más escabrosa secuencia de “Baby Doll” con su brutal asedio a Carroll Baker, azuzado por tan inquietante plazo. La película despertó las iras de las capas y estamentos más puritanos de Estados Unidos (The New York Times publicó que era “la más sucia película legalmente exhibida en Estados Unidos”), y el escándalo la fue acompañando allí donde se estrenaba, siendo prohibida en varios países, Suecia entre ellos.
Sin embargo, el sello “Wallach” quedó impreso en esa primera película. Es posible que su aspecto le apartara de grandes papeles principales. Pero demostró que si él salía en pantalla no tenía el menor problema en erigirse como protagonista de la secuencia, sin importar quién estuviera delante.
Mucho se hablan de los errores de la Academia estadounidense a la hora de regalar Oscars. Pero en esa triste historia de sinsentidos, no existe capítulo más inexplicable que el trato recibido por Wallach. Jamás fue nominado. Ni una sola vez. Ni el premio honorífico que le otorgaron hace cuatro años podía borrar el desprecio hacia un mito del cine, que se negó a ser un desconocido más. Y aquí van unas cuantas películas para hacerse una idea de su importancia en la iconografía del Séptimo Arte.
En 1960 rueda “Los Siete Magníficos” (John Sturges), y obviamente Wallach no era uno de ellos. En esta adaptación al western de “Los siete samuráis” (Akira Kurosawa, 1954), es Calvera, el villano, rastrero cabecilla de un grupo de bandidos mexicanos que van asaltando en un itinerario regular cuanto pueblo de campesinos hay en su región. En un reparto plagado de estrellas y talento (Yul Brynner, Steve McQueen, Charles Bronson, Eli Wallach, James Coburn, Horst Buchholz o Robert Vaughn), uno termina esperando con cierta impaciencia las apariciones de tan despiadado personaje frente a las continuas muestras de habilidad de los pistoleros contratados para defender un poblado. Cuanta crónica que se lee sobre la película apunta a que su éxito se debió en su mayor parte a la música de Elmer Bernstein. De ser así, y no seré yo quien niegue el poder evocador y contagioso de uno de los mejores scores jamás compuestos, el tema de Calvera, pese a no ser tan conocido como el principal, es prueba del genio de Bernstein. La sonoridad que abre paso a Calvera cuando se acerca desde el horizonte tiene el mismo brío y la misma bajeza que logra la interpretación de Wallach. Espectacular.
Sin tener tiempo siquiera de sacudirse el polvo acumulado en ese rodaje, Wallach participa en el rodaje (casi tan apasionante como la obra) de una de las películas más sobrecogedoras y hermosas que se hayan filmado jamás. A las órdenes de John Houston, y protagonizada por Clark Gable, Marilyn Monroe y Montgomery Clift, “Vidas rebeldes” (1961) es un dolorido canto a las almas perdidas que deambulan en los bordes de las carreteras principales y en los desiertos, un mausoleo de perdedores que sobreviven a pesar de no poder adaptarse, aspirando a una libertad que sólo pueden acariciar tras las rejas de una vida aletargada. Escrita por Arthur Miller para Marilyn (su esposa, pero ya por aquellos momentos atravesando pantanos de amargura en su relación, y basta con observar su tristeza casi en cada plano para constatar lo despojada que se sentía), la película contiene un retrato de personajes tan complejo que sería necesario subrayarlos por separado. Gable y Marilyn murieron poco después, no estrenaron nada más. Y Montgomery Cliff ya tenía todo su rostro acribillado por los estragos de su adicción a las drogas, al alcohol y a una sexualidad que le reportaba más tormentos que placeres. Y en medio de este tifón de perturbaciones, Eli Wallach compuso de forma admirable un personaje que no se quedaba atrás frente a semejantes interpretaciones. Es fácil notar que conocía de sobra los extraños recovecos por los que transitaba el guión, y sabe respetar el duelo de los que ya estaban mortalmente heridos.
Su siguiente papel fue mucho más decisivo de lo que parecía a simple vista. Pese a que se mantiene la creencia de que fue su intervención en “Los Siete Magníficos” la que convenció a Sergio Leone de contratarlo para “El bueno, el feo y el malo”, el propio director lo ha desmentido varias veces, certificando que Eli Wallach le había llamado la atención en “La conquista del Oeste” (1962), dirigida por Henry Hathaway, George Marshall, John Ford y Richard Thorpe. Y ya era complicado destacar en esta desmesurada película, ya sólo enumerar el reparto de primeros actores sería tan largo como este artículo, además de ser la primera producción en Cinerama (se rodaba con tres cámaras y se proyectaba con tres proyectores de 35 mm para darle a la pantalla anchura nunca vista). Pero Wallach se fijó en la mente de Leone.
Dos años después, el director italiano que parecía especializado en rodar “péplums”, decide rodar justo lo opuesto, un western sin mucho presupuesto, con un tal Clint Eastwood de protagonista (pero al que nadie conocía en Europa pues únicamente había tenido cierto éxito gracias a un serie en TV y también en una más que meteórico paso como cantante country) y azuzando la heterodoxia de Ennio Morricone para que marcara claras diferencias con la música, siempre de gran exuberancia orquestal, que acompañaba a las películas del oeste estadounidenses. Y estrena “Por un puñado de dólares”, cuyo estilo barroco y efectista sienta fatal entre la crítica especializada (la misma que ahora la pondera), pero que deja perplejo al público. El éxito es tal que la película se distribuye por todo el mundo, algo que trajo consigo pésimas consecuencias para Leone. Porque a todos se les olvidó mencionar que “Por un puñado de dólares” estaba no inspirada, sino literalmente basada en “Yojimbo” (Akira Kurosawa, 1961). Así que el director japonés y el guionista debieron quedarse bastante sorprendidos al ver su historia en una película italiana disfrazada de extraño western. Interpusieron una demanda que les devolvió la autoría (además de un buen dinero porque Kurosawa gustaba de comentar que había ganado más con la obra de Leone que con la suya).
Y el director se puedo permitir seguir por la misma senda. Repitiendo protagonista (que a su vez repetía poncho y sombrero), rueda “La muerte tenía un precio”. Leone había encontrado su manera de abordar el cine, de crear un mundo únicamente forjado en su singular imaginación. Tan sólo debía demostrar que aquellas divertidas miniaturas no eran ejercicios pasajeros, sino el fruto de un estilo que no tardaría en explotar revelando sus infinitas posibilidades y a un director extraordinario.
En 1966 estrena “El bueno, el feo y el malo”. Eastwood ya es una estrella internacional. Morricone no conoce límites para reinventar la música cinematográfica en un alarde de creatividad desconocido. El presupuesto es tan holgado que todo cuanto se le antoja a Leone (batallas, extras, trenes, lo que quiera) le es concedido. Quentin Tarantino, que algo sí que sabe de cine, la considera como «la película mejor dirigida de todos los tiempos». No hay elogio que le sobre. Aunque si hay una potencia que sobresale y destaca en tan inagotable obra es, al menos en la teoría, el personaje menos relevante del trío: Tuco, “El feo”. Eli Wallach no fue la primera elección de Leone (Charles Bronson, por ejemplo, fue uno de los muchos actores que lo rechazó al considerarlo demasiado intratable y desagradable). Pero se transformó, y con mucho, en lo mejor de la película, y todo gracias a ese derroche de calculado histrionismo que nos regaló. Mientras Eastwood y Lee Van Cleef se pertrechaban en sus parcos gestos y en la economía expresiva, Wallach es un diluvio de locura. Cada secuencia la convierte en memorable: su primera aparición cuando tratan de pillarle desprevenido en el interior de una taberna comiendo como un lobo; sus muchos ahorcamientos; su compendio de groserías e insultos; el encuentro con su hermano monje; su esquizofrénico recital de gestos (siempre falsos, siempre escondiendo una segunda o hasta una tercera intención); sus miradas en el duelo final en el cementerio. Él es quien realmente logra la singularidad del relato, quien reafirma las propuestas de Leone con sus arrebatos, quien pervierte las reglas que el director ya está infringiendo, quien no admite otra ley que la del desacato. No hay ninguna película que se mantenga tan firme en las listas de los aficionados.
La carrera de Wallach siguió ensanchando su hondura, su poder de impacto en las pantallas. Más de 150 títulos para cine o televisión hacen inviable un detallado recuento de todo lo aportado. Si él aparece en alguna secuencia, la película se dispara hacia las alturas (su reencuentro con Eastwood en “Mystic River” fue un alarde de sabiduría interpretativa). Pero sí merece la pena detenerse en 1990, año en que Coppola estrena El Padrino III”. Confieso que pertenezco al bando de los que piensan que el director podría habérsela ahorrado. Aunque no es menos cierto que le profeso cierta devoción a la película gracias a que Eli Wallach interviene en ella. En medio de ese plantel de personajes planos y previsibles (tan alejados de los hipnóticos protagonistas de las dos primeras entregas), me fascinó la presencia de aquel anciano en apariencia apacible, cobijado y tembloroso dentro de una fragilidad de lo más tenebrosa. Don Altobello, octogenario miembro de “la familia”, quien pese a su edad, y harto de haberlo vivido todo, no sabe resistirse a seguir con sus inquinas, como tampoco puede dejar de ser goloso por mucho que se lo pida el médico, algo que le llevará a ser asesinado mientras contempla una ópera y se deleita en el veneno con el que han aderezado los dulces que taimadamente le entrega Talia Shire. Puede que sobre el papel no fuera más que un secundario, pero en las manos de un actor así te conmueve muchos más que otros supuestamente principales no logran ni a gritos.
Así era Eli Wallach.
Le dabas un boceto y te devolvía un Rembrandt.

 

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