En Núremberg el sueño de una Europa aria se desvanece
Por José Luis Muñoz , 3 noviembre, 2015
El hotel de Bojnice abre su inmenso comedor para su único huésped. Una amable camarera, tras indicarme una mesa dispuesta junto a la ventana, me pregunta cómo quiero los huevos y cuántos en un inglés lento que es el que entiendo. Dos, con jamón. No hay zumo de naranja, sino de manzana. No hay pan tostado sino pan gomoso, blando, como el que utiliza McDonalds para emparedar sus hamburguesas. Tomo un yogur con cereales, luego mis huevos que llegan con las yemas sólidas, me bebo el café de un par de sorbos, pago mi estancia y subo a mi auto húmedo del rocío nocturno tras cargar el equipaje.
Para llegar a Núremberg, Alemania, tengo antes que cruzar Chequia, la hermana favorecida de Eslovaquia, y previamente la tercera parte de ésta por carreteras que me desvelan un hermoso paisaje otoñal con tupidos bosques de hayedos para luego irse afeando y allanando a medida que me acerco a la frontera.
Schengen se cumple en el límite de los dos países hasta hace poco unidos. Mientras Eslovaquia ha adoptado el euro, Chequia sigue con su moneda nacional. Conducir por Chequia no es muy recomendable a no ser que pongas los cinco sentidos en ello y dejes de admirar el paisaje para fijarlo en el cuentakilómetros. Los controles policiales en Chequia, y los radares, son incontables, y las reducciones de velocidad aparecen de forma abrupta sin darle a uno tiempo de cambiar de marcha y frenar. Por las poblaciones, y atravieso centenares, se circula a cincuenta, pero no hay ningún indicativo de que así sea más allá de un panel de velocidades que se puede leer en la frontera: 50 por poblaciones, 90 en carreteras y 130 en autopistas. Hay tramos rectos en los que caprichosamente se ha fijado el límite en 70 km/h. Y la dichosa viñeta, que he comprado nada más cruzar la frontera y pego en el parabrisas junto a la de Croacia, Eslovenia, Austria y Eslovaquia, de poco me sirve porque llevo conduciendo un par de horas por territorio checo y no tropiezo con autopista alguna. El paisaje es mucho más llano que en la vecina Eslovaquia, han desaparecido las montañas y los bosques otoñales, pero siguen en las poblaciones que cruzo las iglesias bulbosas y los colores pastel en las fachadas de algunas casas.
Cuando ya desespero de encontrar una autopista, aparece por fin una que me va a llevar directa a Alemania tras pasar muy cerca de Praga. Llevo cuatro horas conduciendo y el cansancio y el hambre me hacen repostar en una gasolinera, antes de cruzar la frontera, y el sentido común me invita a comer en Chequia ante la amenaza de la gastronomía alemana. En ese restaurante rápido, para mi sorpresa, en el que me prometía un almuerzo deleznable, como el mejor gulasch del viaje, y además con arroz. Un zumo de naranja para acompañarlo, porque veo a unos policías en el aparcamiento incordiando a una furgoneta que ha tenido la mala fortuna de ir a parar en donde están ellos. Los policías checos miran, además, los neumáticos de los coches que detienen. Por suerte cambié mis cuatro ruedas antes de emprender este largo viaje.
Schengen funciona entre Chequia y Alemania. Me doy cuenta de que he pasado de país por la velocidad de los coches que me adelantan. Si en Chequia la velocidad en autopistas está limitada a 130, en Alemania no hay límite ni datos que avalen que eso conlleve una mayor siniestralidad. Pero el tramo que recorro por Alemania, hasta Núremberg, apenas 125 kilómetros, se convierte en el más peligroso del viaje junto a los que recorrí en Eslovenia y Croacia durante las lluvias torrenciales. Aquí no es el agua quien me impide la visión sino el sol. A las cuatro y media es la hora ciega, la altura del astro está exactamente a la de mis ojos y conduzco kilómetros sin saber por dónde voy y sin poder detenerme porque podría arrollarme quien vaya detrás. He conducido en esas horas por carreteras, pero nunca por una autopista en la que los coches pueden alcanzar los 190 km/h. Me guio por la línea blanca del arcén, que vislumbro de vez en cuando, o por la silueta de algún coche que me precede, pero hay momentos en que también desaparecen y debo seguir imaginando el trazado de la autopista. Podría detenerme a dejar que anochezca, que sería lo más prudente, pero no lo hago. Así es que soy, durante kilómetros, durante una hora larguísima y tensa, un conductor ciego al volante de su coche que desafía al destino y que sobrevive a la ruleta rusa.
Anochece media hora más tarde en Alemania que en Eslovaquia. A las cuatro y media entro en la ciudad que enciende sus luces. Mi GPS croata me conduce certeramente a mi hotel, el Holiday Inn, tras cruzar un barrio industrial infecto en donde temo vaya a estar alojado. Pero no. La ciudad tiene sus milagros y en cincuenta metros, en cuanto paso por debajo de las vías del tren que muere en la estación de Núremberg, la urbe da un vuelco de ciento ochenta grados y se muestra espectacular. El Holiday Inn está junto al Novotel y el NH, en una de las principales avenidas que circunvalan la ciudad antigua, la Bahnhofstrasse. Dejo el coche en el parking y tomo posesión de una habitación cómoda y funcional. La moqueta del suelo no me desagrada, porque es como una alfombra; hay dos enormes almohadones en la cama que me permitirán leer si tengo tiempo de ello; un plasma notable, en el que puedo coger el canal 24 horas de TVE, cuelga de la pared; y podré disfrutar de un cuarto de baño espacioso tras una serie ininterrumpida de cuartos de baño minúsculos. Pero hay una pega. El anunciado wifi del hotel es una falacia. Por no haberlo no lo hay ni en recepción. Incomprensible. Y denunciable teniendo en cuenta que el hotel alardea de tenerlo.
Ya es de noche, pero me apetece callejear y el centro está a doscientos metros del hotel, frente a la historiada estación de tren en la Bahnhofsplatz y el edifico de correos. Allí está una de las puertas de la muralla de Núremberg que lleva a su centro histórico y peatonal.
La antigua Núremberg la cerca una muralla prodigiosamente conservada en casi todos sus tramos que forma una especie de rombo. La ciudad cubre una amplia vaguada por cuyo centro se desliza, ausente de corriente, el río Pegnitz cruzado por numerosos e historiados puentes. Así es que, tras cruzar la puerta de Königstor, custodiada por un imponente torreón cilíndrico de defensa rematado con un tejado cónico, en donde está la oficina de Turismo, sigo por Königstrasse flanqueada por monumentos históricos como la hermosa Baumeister Haus y llego a la iglesia de San Lorenzo, gótica, de proporciones ciclópeas, que me recibe con sus campanadas a rebato ya de noche cerrada.
He llegado a la ciudad de Baviera en un día señalado: el día de los muertos. Así es que los ciudadanos de la ciudad, sobre todo los jóvenes, andan por las calles disfrazados de zombis y brujas y la cerveza corre a raudales en lo que va a ser una noche loca de celebración de la vida que terminará para unos cuantos en coma etílico.
Alrededor de la iglesia de San Lorenzo hay un montón de casetas de comida iluminadas en donde venden desde salchicha, de las que huyo, hasta almendras garrapiñadas. La de San Lorenzo es la única iglesia luterana de la ciudad. Entro en su interior cuando un coro musical muy numeroso, bajo la batuta de un director muy entregado, ensaya piezas religiosas a los compases del órgano y violoncelos. Me siento en uno de los bancos y trato de pasar desapercibido mientras los escucho y mi vista se pierde por la inmensidad de sus naves góticas. No hay decoración en las paredes, desnudas de estatuas, ni altares laterales. Sigue el ensayo cuando me levanto y sigo mi visita nocturna a la ciudad que tiene la segunda parada enfrente mismo de la iglesia, la Nassauer Haus, uno de los edificios emblemáticos de Núremberg que destaca por sus cuatro balcones puntiagudos que coronan el techo y por el solitario suspendido en el centro de su fachada principal, a la mima altura que la escultura de una virgen policromada de su esquina.
La Königstrasse hace un giro de 45 grados, desciende hacia el fondo de la vaguada, cruza el río Pegnitz y en su puente me ofrece otra de las imágenes espectaculares de la ciudad, concurridísima de gente a esa hora y envuelta en el estruendo de las campanas de todas las iglesias: el Heili Gist Hospital, un antiguo molino de agua por donde el Pegnitz pasa sin ímpetu bajo sus dos arcos y es otro de los edificios notables de ese centro histórico que puebla de imágenes religiosas góticas las esquinas de toda clase de edificios, antiguos y modernos, y en la que uno avanza observado por vírgenes y santos de quinientos años de antigüedad.
Las seis y media. No hace frío. En la orilla del río, entre el puente de Königstrasse y el paralelo de Fleischbrücke, hay una serie de terrazas con mesas que se asoman al Pegnitz. Elijo una moderna, de ambiente, con luces rosas en su interior y música house relajante servido por camareras jóvenes y atractivas y camareros de anuncio de colonia. Un café con leche y una contundente tarta de queso. Y observo a los vecinos de otras mesas con una enorme satisfacción. El sueño de Hitler de una Alemania aria ha saltado hace tiempo por los aires y si el megalómano asesino en serie resucitara de sus cenizas se volvería a pegar otro tiro en la cabeza. En una esquina, un muchacho rubio de ensortijada melena junta sus labios a los de su bella novia alemana de origen somalí. Un alemán grueso con la cabeza rasurada y luenga barba toma la mano de su pareja alemana de origen oriental. Dos muchachas con velo islámico beben sendas Coca Colas mientras charlan. Alemanes de colores y recién llegados emigrantes. En Alemania la supremacía blanca que reina en Croacia, Polonia, Eslovenia, Eslovaquia y Chequia salta por los aires y las calles de Núremberg, recorridas hace setenta años por los camisas pardas son un arcoíris de razas de todas las partes del mundo que han emigrado a la locomotora de Europa en busca de un futuro.
Regreso paseando a mi hotel. Escucho a un joven músico norteamericano que toca la guitarra y la armónica y además canta extraordinariamente bien, tan bien como mal lo hace un grueso compatriota unas calles más allá con una voz destartalada y rasgueos básicos de las cuerdas de su instrumento. No hace frío, pero los ciudadanos de Núremberg van bien abrigados. Me acerco a la hermosa estación de tren, para sacar buenas fotos nocturnas de su fachada, y me recluyo luego en mi hotel. Sin internet las horas cunden. Tras ver durante unos minutos las noticias en el Canal 24 horas de TVE, continúo leyendo el libro de Paul Auster y me engancho a sus páginas hasta las doce de la noche.
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