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Enemy, el otro «yo»

Por Mario Blázquez , 5 mayo, 2014

enemyParece que últimamente está regresando con fuerza la tendencia de apostar por el cine de autor, entiéndase como tal, el cine con marca propia, algo que en todas las épocas ha estado de moda de manera intermitente y que, sólo por comparar, ocurrió a primeros de los 90 con David Fincher (Alien 3, Seven, Zodiac), cuya ambientación oscura, clima sucio y depresivo era su marca de director. Más recientemente, tenemos el caso de Nicolas Winding Refne, a quien tras su celebrada «Drive» (2011), todos los estudios pretendían y, aun manteniendo su estilo, les “coló” su personal «Sólo Dios perdona” (2013), marca de la casa sí, pero no precisamente una secuela de “Drive” para reventar taquillas. Y algo parecido sucede ahora con Denis Villeneuve, que entró con derecho propio a ser un director a tener en cuenta gracias a «Incendies» (2010), un film durísimo, pero con una personalidad que no le hizo pasar desapercibido. Además, se confirmó en su siguiente film, «Prisoners» (2013), una película que no habría pasado de ser otro thriller más de secuestro/asesino de niños si no hubiera caído en sus manos. Es aquí donde se aprecia lo que un director puede todavía aportar a una historia muy manida, convirtiéndola en un ejercicio atmosférico, imprimiéndole su sello, hasta hacer que parezca que nunca antes la habías visto.

«Enemy» aparece en la cartelera bajo la expectativa de ser “la nueva película de Villeneuve” y refuerza sus aciertos sobre una historia que tampoco nos resulta nueva. El tema de la doble personalidad o la posible existencia de otro “yo”, sea real o imaginario, ha sido abordado por directores apasionados de la estética kafkiana como David Lynch en «Carretera perdida» (1997), David Cronenberg en «Inseparables» (1988) y «El almuerzo desnudo» (1991), incluso el propio David Fincher en «El club de la lucha» (1999). Tampoco olvidar las reminiscencias a «El maquinista» (2004) de Brad Anderson. Estas alucinógenas teorías sobre una existencia metafísica de otro «yo» son las bases de la novela de Saramago («El hombre duplicado») en las que se inspira “Enemy”.

imagesCA9S9BZ2El planteamiento es claro desde el principio, con un comienzo impactante y enfermizo en el que parece que sucede algo muy turbio y clandestino, en un lugar de oscuros secretos a los que se accede con una llave a modo de metáfora, donde el protagonista no parece estar cómodo e introduciendo un incógnita que ya durante toda la película querremos descifrar. A partir de ahí, asistimos lentamente a un desarrollo desasosegante en el que la trama fluye desde la obsesión del protagonista con el hecho de haber encontrado, casualmente, a alguien que parece exacto a él.

El mayor acierto de “Enemy” es, precisamente, que no importa lo que cuente, ni si el suspense tiene un fin o un desenlace sólido, lo que importa es alargar la perspectiva de la confusión, de que el espectador, al igual que el protagonista, se mueva indistintamente entre la opción de si existe ese otro “yo” o es una proyección paranoica. Dentro de esa premisa, es equilibrada, sin situaciones que deslumbren y despisten la atención de ese juego. Hay que sumergirse en esa trampa premeditada y hueca -si puede decirse-, pero a la que el espectador se presta voluntariamente y se ve arrastrado por unos planos aéreos de una ciudad amarillenta y desangelada y una música hipnótica y amenazadora a partes iguales.

Entendiendo todo esto, no todo el mundo estará dispuesto a abandonar la sala de cine con una llave en la mano, sin conocer a qué puerta pertenece, con un plano final que parece sesgar la cinta y deja el poso de que hay que rebobinar y recalcular mentalmente hasta llegar a alguna conclusión -o ninguna-. Pero esa es la propuesta y el verdadero sentido de “Enemy”, como todo buen viaje, se disfruta más el trayecto que el destino.


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