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Esclavos de la fama

Por María J. Pérez , 2 febrero, 2014

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Como dijo Andy Warhol: “Todo el mundo debería tener derecho a quince minutos de gloria”. Y es que ¿quién no ha deseado en algún momento de su existencia ser reconocido, ya sea con el éxito, notoriedad o una simple palmadita en la espalda de vez en cuando? Evidentemente a todos, como humanos que somos y, por consiguiente, imperfectos.

 Y es que el ego nos traiciona, el apego nos consume y, en definitiva, adquirimos a lo largo de nuestra vida una serie de defectos difíciles de remediar. Uno de ellos, es sin duda las ansias de triunfar al que nos aferramos a toda costa. Ese afán de gloria en profesiones de cara al público adquiere más fuerza y viveza,  diría que vienen de la mano. Entra en juego la competitividad más feroz y a resultas de esto y, de que en la mayoría de los casos, nuestras expectativas no se llegan a alcanzar, aparece la frustración, nos sentimos defraudados con los demás y con nosotros mismos.

 Pero si nuestro trabajo no es sólo recompensado, sino que además hemos alcanzado la codiciada popularidad, hay que estar muy preparado, no se asimila de golpe y porrazo, se necesita cierto equilibrio y tener una lucidez propia de nuestra nueva responsabilidad como iconos de lo que se nos otorgue.

 Marilyn Monroe, Elvis Presley o Michael Jackson, por citar algún ejemplo, son personajes que han destacado de manera brillante en sus respectivos oficios pero que el peso de la fama ha sido decisivo en su dramático final.

 Y ahora vuelvo la mirada lógicamente al panorama actual, y ahí están esos personajes inmersos no sólo en la fama, sino en su otra cara, el escándalo, el declive y la degradación. Y si no lo creen o piensan que es exagerado, observen noticias relacionadas con lo que he mencionado.

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 Y me viene a la cabeza, irremediablemente, los últimos sucesos publicados en torno al  cantante canadiense Justin Bieber. Hace tan sólo unos pocos años el artista era un adolescente que encandilaba a las jóvenes con su pueril «look» y su cara angelical. Con millones de discos vendidos y de dólares en sus arcas, el artista ha sido el resultado de un «producto» diseñado por  la gran industria de la música.

 Este ídolo de multitudes quinceañeras, curiosamente ha despuntado sin tener, por otra parte, unas excelentes dotes ni para el canto ni para el baile. Aún así, su éxito ha sido fulgurante, ha crecido como la espuma. Y eso es difícil de asimilar para alguien tan joven y sin preparación para lo que se le avecinaba.

 Actos vandálicos, escándalos de drogas y alcohol, entradas y salidas de la cárcel, y esta semana protagonista por segunda vez de un nuevo arresto, en Canadá –el primero fue en Miami-, por agresión al conductor de su limusina, el pasado 30 de diciembre, por parte de una de las personas que se encontraban en el vehículo junto a Bieber.

 La indignación en Estados Unidos por el comportamiento del cantante no se ha hecho esperar y miles de personas han firmado para su expulsión del país y que sea extraditado a Canadá. La causa que se argumenta es el nefasto ejemplo e influencia para los adolescentes que siguen su trayectoria como un modelo a seguir.

 Y después de todo esto, me pregunto: ¿qué responsabilidad tenemos en la creación de estos ídolos de barro y de su caída en picado para convertirse otra vez en arcilla? ¿Qué disfrutamos más, de sus logros profesionales o del acoso y derribo al que se ven sometidos y que, en parte provocamos como inevitable reverso a su creación?

 No quiero ser agorera, pero un futuro poco halagüeño le depara a la estrella sino se libera de sus cadenas.

 

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