Esto es lo que queríamos ver
Por Magdalena Cabello , 27 octubre, 2014
Recuerdo como parte de mi infancia los comentarios efusivos de mi padre gritando a ninguna parte pero dirigiéndose a todos. Corrían los años 90 y mi relación con la política tenía que ver con una hora al día en la que el telediario ocupaba el eje central de la casa. Entendía que no todo estaba bien colocado en la trastienda del país y que urgía ordenarlo cuanto antes.
Las promesas recientes de los dirigentes que nos adentraban en la «democracia occidental» se dejaban examinar cada día por un público muy exigente que tenía demasiado en mente lo pasado en las últimas décadas y que demandaba, muy lógicamente, un cambio duro, radical y notable. Notable porque la transformación se tenía que notar y sobre todo, porque la gente luchaba por ello, por una política honesta, sincera y capaz.
Los años 90 pasaron con más cortinas de humo que grandes acciones. Las grandes privatizaciones, como ya se sabe, comenzaban en aquellos tiempos y mi padre seguía vociferando a pleno pulmón que aquello traería consecuencias. Que la burbuja de felicidad tenía más que ver con burbujas que con felicidades. El euro, la OTAN o Telefónica y BBVA «ya no son de todos» desembocó en Bankia, preferentes, Gürtel, Plan Bolonia, copago, Wert, aborto. Impotencia. Si tuviese que recurrir a alguna palabra que definiese esta nube de condescendencia con la barbaridad sería «impotencia». Y no porque una quiera arreglar el país de momento y con una voz, sino porque cuesta creer que habiendo crecido en un sistema que me llenó de ilusiones, que me impulsó hacia la cultura del esfuerzo, ahora me quiera hacer creer que mi máxima aspiración es aprender inglés para poder impartir español en un país anglosajón. El mismo que trajo su cultura sistemática al país que ya andaba desordenado hace ya dos décadas. El mismo que vino a desordenar la trastienda. Por supuesto, los tenderos que acogían todo esto, jamás pensaron en que una carrera, un máster, dos idiomas y prácticas impagadas, no me servirían de nada pasada una década.
Crecida en una especie de burbuja, que más tarde resultó ser «inmobiliaria», fui entendiendo que las prioridades de los que me permitían cumplir mis vocaciones no coincidían posteriormente con las ideas de futuro que enmascaraban en grandes obstáculos venidos de fuera. Y entonces comprendí, que como los problemas venían de fuera, no me quedaba otra que quedarme aquí a que pasara la tormenta. Porque, si los problemas no estaban aquí, ¿para qué irme?
Más tarde, me decían que ¿por qué no probar a «volar»? Quizás fuera hubiese más oportunidades, idiomas, salidas, etc. Lo que, coloquialmente se pudo conocer como «au pair», «profe de español sin contrato», voluntaria, dependienta Primark o percha para un espléndido uniforme de Mcdonald. Total que, intentando elegir entre los problemas de fuera o de dentro, comprendí que ni fuera ni dentro. Que aquí andaban arreglando la cosa y que primero lo notarían ellos, para que más tarde lo notaran los ciudadanos. Que fuera, tampoco, porque si los problemas venían de fuera…
Un análisis un tanto crudo y escabroso, ¿no? Toda esta amalgama de problemas solucionables sin solución ha sido la base de una crisis desbordada, cruel y astuta por parte de un problema crítico, desbordado, cruel y astuto que ha resultado ser finalmente eso que se hizo llamar Gobierno y que lo único que llegó a gobernar fue su bolsillo. Y sin pretender caer en el simplismo y dando por hecho la complejidad del aparato ejecutivo, legislativo y judicial, debo confesar que me siento más separada que a principios de los años noventa. Y no porque ahora entienda menos, sino porque al haber leído entre líneas, pude descifrar los resultados de la crisis:
No somos una prioridad, sino su instrumento. Ellos son un telediario y nosotros la realidad, de ahí la separación tan vasta que ya comprobé a principios de los noventa y que pasados veinte años aún puedo confirmar.
Y sin pretender ser una joven radical, sí radico en un elemento y es en revolucionar mi mente, porque sin ella, al igual que en los 90, seguirían siendo una hora al día y un telediario por aguantar. Ahora se huele el cambio, y por eso intentan bajar a la realidad; la misma que les azota, la misma que les da la espalda. Esto es lo que queríamos ver. Desde los 90.
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