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«Fuego en el mar». El puerto de las derrotas.

Por Emilio Calle , 14 octubre, 2016

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Ni siquiera siendo la ganadora del Oso de Oro a la mejor película en el pasado Festival de Berlín, resulta probable que la fortuna vaya a acompañar la singladura de «Fuego en el mar» en su paso por nuestras pantallas. A la vieja cuestión de si es la vida la que imita al arte, o viceversa, la respuesta en este caso sobrecoge por su obviedad. Al igual que los miles y miles de personas que tratan de llegar hasta Europa huyendo de guerras, del hambre o de cualquiera de las aterradoras formas con las que el espanto se cobra sus víctimas, este documental tiene demasiadas trazas de quedar relegado a un pronto olvido. Aborda un tema estremecedoramente incómodo y actual. Y nos muestra la terrible herida que asola las costas del viejo continente.
Una herida que no se piensa en curar.
Una herida que a nadie parece importarle, más allá del oportunista eslogan.
Una herida que se sigue gangrenando.
Su autor, el ya más que reconocido documentalista Gianfranco Rosi, pasó varios meses en la isla de Lampedusa, el punto más meridional de Italia, uno de las costas a donde más barcos ilegales tratan de llegar, y por donde en los últimos 20 años han pasado más de 400.000 inmigrantes, dejando como legado de esta infamia consentida unos 15.000 cadáveres en sus aguas y en sus orillas. Sin añadir una sola palabra de su cosecha, o permitir que una voz en «off» desgrane y explique cuanto vemos (o cuanto no queremos ver), Rosi nos muestra tanto la vida en el lugar, como lo que ocurre en alta mar, yendo de un lado a otro con la pericia que solo logran los mejores autores de documentales, conocedores de los peligros de inmiscuirse demasiado en el retrato realista que se pretende mostrar. Y aunque toma como aparente eje principal la vida de un niño local, que tendrá que compaginar sus propios sueños con la marejada de sueños rotos que anegan la isla, una isla que él mismo quiere abandonar, no hay hilo narrativo, o bombardeo de cifras, o una búsqueda brusca de imágenes que logren conmovernos o que apaleen nuestras dormidas consciencias. Tremendamente hábil en la sala de montaje, el espectador termina por sumarse a un ritmo de vida tan apacible como cabría esperar de un lugar tan hermoso como Lampedusa, lo cual le ha granjeado a Rosi acusaciones de trivializar la tragedia. Pero el drama está siempre latente. Y no tarda mucho tiempo en mostrarse, sin estridencia o subrayado alguno. Sólo las imágenes nocturnas, oyendo las voces de los guardacostas que, tras detectar algún barco, tratan de establecer las inauditas cifras de personas que pueden hacinarse a bordo, resultan tan escalofriantes que desafían cualquier uso de la razón.
Hay lugares donde no existe la esperanza.
Este documental muestra uno de ellos.
Ojalá este osado testimonio que acusa y señala la inacción de tanto gobierno hipócrita tenga el eco que debería ganarse. Porque habla de nosotros, y retrata nuestro silencio, y nos recuerda que cada segundo que pasa, otra vida más se pierde y queda extraviada en uno de los desprecios más deshonrosos y crueles de la reciente historia de la siempre sanguinaria Europa.

 

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