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Gregorio

Por José Luis Muñoz , 24 junio, 2015

Gregorio Morales VillenaComo Bigas Luna, antes de hacer mutis del escenario del mundo, que los prohibió expresamente,  yo tampoco creo en los homenajes póstumos y reivindico, en cambio, todos los que se puedan hacer en vida. Tampoco sé qué sentido tiene, más allá del propio exorcismo, hablar de alguien que ya no está y que, por lo tanto, no recibirá mi mensaje de aprecio, que sería de su agrado si viviera. Para que lo aprecien y lo conozcan, me respondo, tras muchas dudas y poco convencido. Así es que desgrano palabras para un muerto, en estado de shock, como creo que él las habría desgranado de haber intercambiado nuestros papeles.

La muerte llega, pero uno nunca se la cree, a pesar de que siempre nos ronda, porque nacemos y vivimos por pura casualidad sin aceptarlo, así es que cuando un colega del sur, Miguel Arnas Coronado, me dice que Gregorio Morales ya no está, primero lo pongo en duda, me entristezco a continuación, luego me derrumbo y trato de asumirlo mientras desenrosco el tapón de la botella de whisky.

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Su último post, un artículo  en el diario El Ideal de Granada, en el que colaboraba desde hacía muchos años con sus impecables escritos, más literarios que periodísticos, se subió el 23 de junio, cuando ya llevaba veinticuatro horas muerto. A Gregorio Morales le falló el corazón en Granada, poco antes de entrar en el verano, en la víspera del día más largo del año, y con ese infarto en un corazón que amaba la vida, se truncaba una carrera literaria atípica de un escritor apasionado con  su oficio que sacaba punta a sus palabras hasta convertirlas en dardos acerados, cosa que le creaba, con frecuencia, enemigos.

Conocí a Gregorio Morales durante mi exilio en Granada, cuando daba carpetazo a mi séptima vida para emprender la octava, y fue uno de los hitos positivos en esa reconstrucción personal que hice. Conducía él, por entonces, una tertulia literaria, la del Salón, a la que fui invitado y en la que hice buenos amigos como los escritores Miguel Arnas Coronado, Celia Correa, Manuel Villar Raso, Fernando de Villena, Miguel Ángel Contreras y la actriz de teatro Eva María Velázquez Valverde, que todavía conservo. Gregorio Morales tenía unos ojos enormes, como ventanales, protegidos por gafas, que te repasaban de arriba abajo, atisbándote el alma, frente despejada y cabello anudado en coleta, y hablaba con apasionamiento, de forma tan torrencial cómo lo que escribía, siempre con una sonrisa en la boca y una jovialidad contagiosa. Enseguida hizo hueco a este recién llegado  y le introdujo en la sociedad literaria granadina, compleja,  abriéndome sus puertas.

Gregorio Morales apreciaba sinceramente mis libros, y por esa razón sus presentaciones, en la librería Picasso de la calle Obispo Hurtado, eran siempre generosas y llenas de loas inmerecidas que llegaban a sonrojarme. Escribía para la ocasión piezas literarias que recitaba con su enjundia habitual. Luego, fieles a las costumbres de esa ciudad, acabábamos charlando, entre copas y tapas, en alguna de las terrazas de la villa nazarí hasta altas horas de la madrugada, o paseábamos por las calles empedradas del Albaicín a paso de montañero, una pasión compartida aunque nunca hiciéramos una excursión juntos, mientras discutíamos de lo divino y lo humano.

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Durante muchos años, hasta el mismo día de su muerte, Gregorio Morales tuvo esa columna fija en el diario El Ideal de Granada, en la que solía despacharse a gusto con los políticos de toda especie y condición, sin casarse con ninguno, y en ella hablaba, tanto de temas universales como locales, con una prosa precisa y alambicada que convertía el artículo en una pieza literaria de primer orden que debía leerse a pequeños sorbos, como ese vino Calvente, afrutado, de la zona. Jugaba el escritor y académico granadino con la palabra, pulía frases llenas de metáforas e ingenio, llegaba a la esencia de las cosas, ejercía de culterano fuera de época sin importarle lo más mínimo su desubicación, las modas o lo que querían oír los lectores, porque no se casaba con nadie, era irreductible, y esa era, precisamente, una de sus virtudes que yo admiraba.

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Ideológicamente se sentía cómodo siendo incómodo, pero era difícil ubicarlo en la derecha o en la izquierda, porque él estaba en otra dimensión. Gregorio Morales era genuinamente libertario, republicano convencido, admirador confeso de Manuel Azaña, anticlerical y militante de Izquierda Republicana, y estaba en todas las manifestaciones republicanas.

Durante los años jóvenes que vivió en Madrid, fue un elemento importante de la movida. En la capital del reino colaboró en las revistas literarias Ínsula y La Luna de Madrid y allí trabó una amistad indisoluble con Antonio Gómez Rufo. En el ámbito literario, su obra se adscribe a una corriente minoritaria, dentro de la literatura española, la literatura cuántica, de la que él fue principal abanderado, obsesionado por el plano espacio temporal.  Novelas como La individuación, Puerta del Sol, Nómadas del tiempo; ensayos como El cadáver de Balzac; libros de relatos como Erótica Sagrada o El devorador de sombras; poemarios como Sagradas palabras obscenas; y obras de teatro como Marilyn no es Monroe, pueden aproximar al lector a la compleja y atípica figura literaria que fue Gregorio Morales, un escritor radical que no sólo creaba sino que parecía empeñado en capitanear movimientos literarios allá por donde fuera, como Quijote ajeno a los molinos de la vulgaridad.

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La víspera de San Juan, la noche más hermosa del año, la más corta, me llega la noticia de su muerte prematura, y, con ella, su último artículo, brillante como todos, publicado en El Ideal de Granada, Perder el alma. He perdido a un amigo, alguien a quien me hubiera gustado tratar más, pero no se ha perdido su alma ni su esencia porque la ha dejado repartida, en partículas, entre los que lo conocimos, disfrutamos de su amistad y lo leíamos. Así es que cuando leo lo último que dejó escrito Gregorio Morales, antes de que su corazón reventara, le oigo declamar sus párrafos con esa voz potente de vate que poseía y que tan bien modulaba, lo siento a mi lado. Y lo sigo oyendo mientras escribo esto y reflexiono sobre el milagro de la vida en un día presidido por la muerte de un gran amigo, al que siempre quise y respeté.

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