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Habitando una distopía

Por Silvia Pato , 16 julio, 2014

¿Sabe alguien hacia dónde nos conduce la virtualización de las relaciones humanas?

¿Es posible que se esté pruduciendo, a rasgos generales, una alienación tecnológica por medio de la cual vivamos pegados a una pantalla que termina dominando nuestras vidas; una pantalla que, si perdemos el control sobre ella, nos deshumaniza?

Preguntas tales pueden parecen excesivas para muchos; otros creerán que son simples argumentos de novelas de ciencia ficción. Sin embargo, puede cuestionarse tal realidad en cualquier momento. Negar las condiciones en las que vivimos no hace que desaparezcan.

laser-11646_640Lo cierto es que las escenas que hoy vemos por las calles eran impensables hace quince años: peatones caminando con el teléfono móvil a la altura de su rostro; personas que parece que van hablando solas, a causa de su dispositivo de manos libres; pandillas que se sientan en la plaza, donde hay red wifi, alrededor de tablets o portátiles; restaurantes donde sus comensales adornan las mesas con sus smartphones tan pronto como se sientan; la amiga que delante de un café espera a que su compañera de mesa termine de wasapear con otra con la que está en permanente contacto; conciertos en los que la gente apunta con sus móviles al escenario en vez de disfrutar plenamente del espectáculo; pitidos, eternos y constantes pitidos, que se cuelan por todos los rincones…

Esas señales de alarma tal vez sean lo más molesto, enervante e inquietante de nuestra rutina, y únicamente sobredimensionan unos avisos, la mayoría de las veces, completamente inútiles. Cines, bares, comercios, escuelas, oficinas, universidades, gimnasios, polideportivos… La alarma del Whatsapp, de las notificaciones en las redes sociales o del correo electrónico suena omnipresente, robando segundos a la vida real por instantes que dentro de un mes ni siquiera recordaremos. Y es tal el control que ejerce sobre las personas ese sonido que en muchos casos les resulta aterrador silenciarlo, como si les fuera en ello la vida.

La sencillez de asomarse a través de una pantalla a la vida de los otros facilita desconectar de un mundo físico complejo, repleto de matices. En el mundo virtual de las relaciones humanas, con frecuencia, llevamos las de perder los que formamos parte del entorno diario. ¿Cómo competir con un universo visual, hedonista y complaciente? ¿Cómo competir con ese mundo aparentemente feliz, donde solo ves lo que quieres ver, donde los followers no detectan las mentiras, donde no se vierten lágrimas, donde las parejas no demandan atención, donde únicamente existen las imágenes atractivas, los viajes y las anécdotas de la interacción humana, donde todo es inmediato y fácil?

Produce una enorme tristeza comprobar que, a menudo, los que nos rodean, como un hábito adquirido al margen de las circunstancias que vivan en ese momento, no elijan desconectar para vivir, sino que desconectan de la vida aislándose en un universo virtual donde se sienten seguros, donde se muestran con una máscara, donde tapan los oídos al mundo, donde resulta sencillo esconder la verdad debajo de los armarios y distorsionar la verdadera identidad de uno mismo, donde creyendo ser seres únicos se convierten en uno más de un inmenso rebaño.

Mientras todo ello suceda, y mientras la mayoría utilice las pantallas para anestesiar conciencias, y no para expandirlas, abriendo las ventanas a la inmensa red de información cultural, científica y artística que existe a un golpe de ratón, cuyo uso equilibrado, y nunca sustitutivo, puede contribuir a mejorar las relaciones humanas que mantenemos, estamos condenando a esta sociedad nuestra a convertirse en una de tantas distopías que se encuentran en los libros e inundan las carteleras de los cines.

Más aún, si de forma inconsciente ya la hemos condenado, ¿estaremos hoy por hoy habitando una distopía?


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