Hablando con Dios
Por Rafa Caunedo , 24 febrero, 2014
Esta mañana he entrado en una iglesia. Hacía años que no lo hacía. Había una mujer joven sentada en la tercera fila. Estaba de rodillas, con los codos apoyados y la cara escondida entre las manos. El sonido de mis pasos rompiendo el silencio la disturbaron y, levantando un poco la cabeza, me miró de refilón. Quería saber quién osaba interrumpirla.
Lloraba, o al menos me pareció ver el brillo de una lágrima en su descenso por el pómulo. Temblaba, o al menos lo parecía mientras hacía girar la alianza de su dedo corazón. Hablaba, o al menos movía los labios. No rezaba, hablaba; supongo que con Dios. Hubiera dado lo que fuera por saber qué decía. Qué le pedía. Qué le agradecía. Qué secreto le confesaba.
Yo tuve una época en que también hablaba con Dios. Solía pedirle favores y depositaba en él mis últimas esperanzas. Jamás me contestó. Cuando la ciencia me dijo que ya no se podía hacer nada más por mi madre, de pronto me pareció viable recurrir a la fe.
Lo mío fue pasajero, duró poco, muy poco. Me sentaba allí, igual que aquella mujer, y me dejaba envolver por el olor a vela y madera vieja. Huía de las catedrales y las iglesias urbanas. Tenía debilidad por las pequeñas capillas de pueblos castellanos, de esos que tienen más casas que vecinos. Me gustaba el frío de su quietud, con el tiempo parado desde hace siglos. No me fío de las iglesias con calefacción. Para hablar con Dios no hacía falta que me quitara los guantes.
Nunca rezaba. La verdad es que no sé rezar. Necesitaba hacerlo en grupo para recordar las oraciones. Jamás me supe el Credo. Escuchar una y otra vez lo mismo, cada día, debe ser una tortura para Dios. Pobre. Yo me dirigía a él hablándole como si estuviera en un bar, de tú a tú, con unas cañas de por medio. Quería un amigo, no un padre, y a un amigo no se le reza.
Mi fe duró poco tiempo. Algo falló. Si yo fuera Dios contrataría un buen director de recursos humanos y haría una estricta selección de mis empleados. Seguramente plantearía un ERE y echaría a la calle a la gran mayoría. Me repelen las concentraciones de obispos y cardenales en torno a mesas enormes con centros de flores y ordenadores de última generación. Si yo fuera Dios, tendría soldados en mi ejército y ni un solo general.
Mi fe duró lo que duró mi paciencia. Confié en él y no en su iglesia. Después, ya ni eso.
Cuando esta mañana vi a esa mujer arrodillada me acordé de mí mismo. Nunca me arrodillaba. Hablaba con Dios sentado y no miraba a la cruz del altar para dirigir mis palabras. Una pequeña vela esquinada me daba más confianza, un punto de luz en la oscuridad de la capilla. Si estaba solo, le hablaba en voz baja. Pensar algo no es lo mismo que decirlo. Yo necesitaba que me oyera, no que me intuyera. Y luego, con el canto de las golondrinas entrando desde la calle, esperaba en silencio su respuesta.
No llegó.
Siento un enorme respeto por la fe, no así por la religión. Jamás trataré de convencer a nadie de que no crea en Dios, en su Dios, cualquiera que sea. Cuando vi a esa mujer en la iglesia sentí envidia por creer que alguien la escuchaba. Aún recuerdo aquella sensación. La echo de menos, pero sé que no volverá.
Hace poco más de un año murió de ELA un gran amigo mío. Él nunca habló con Dios, ni siquiera cuando exigió que no prolongaran artificialmente su vida. Lo único que pidió fue llevar un ejemplar de El Quijote en el bolsillo cuando muriera.
Para hablar con mi amigo, o con mi madre, miro al cielo. Sé que no están allí, pero me consuela imaginarlos. A él, leyendo. A mi madre, seguro, dándome su beso de buenas noches.
Texto: Rafael Caunedo
Foto: Catalá-Roca
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