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Iglesias, Ortiz, Guzmán y Martin, filósofos de las masas

Por Eduardo Zeind Palafox , 3 diciembre, 2016

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Por Eduardo Zeind Palafox
Catedrático, paliquero y semiólogo

Hemos analizado minuciosa, fenomenológicamente, cuatro coros de canciones de moda, de las que hemos aprendido algunas cosas sobre las masas o sobre la cultura de masas.

Una se llama «Duele el corazón», de Enrique Iglesias. Otra se llama «Regresa, hermosa», de Gerardo Ortiz. La tercera lleva por título «Mi peor error», de Alejandra Guzmán. Y la cuarta se titula «Vente pa´cá», de Ricky Martin. Podemos decir que todas son someramente celestinescas, pues en ellas hay discursos orientados al diálogo, problemas de seducciones amatorias, perversos y consejos entreverados.

Estudiamos los coros de dichas canciones acatando la tradición teatral que desde tiempos antiguos afirma que ellos son la “voz de la conciencia” o voz de la que aprende la gente simple, llana. No describiremos la estructura de cada canción, pero sí explicaremos qué encontramos al aplicarles algunas teorías hermenéuticas.

Lo que más importa en los coros de marras es el individuo, pero no el individuo en general, sino alguien en concreto. Lo particular, lo preciso, sobresale. Son las canciones presentadas, así, no obras de arte que registran grandes ideas, sino cantinelas o lloriqueos que cualquiera puede emitir.

Los coros que tratamos no pintan situaciones, no colocan al individuo del que hablan en un lugar preciso. Rara manera de elogiar al amado la de enviarle un mensaje que puede ser recibido en cualquier sitio, rareza que significa lo siguiente: que la canción cumple una “función técnica”, según Umberto Eco, o que está hecha para probar la habilidad seductora del protagonista.

Rara vez, además, se enuncian conceptos, o sea, abstracciones. Los coros que meditamos, en fin, no son conceptos y descripciones, sino halagos para una singularidad. Sin conceptos no se piensa y sin descripciones no se intuye.

Con puros halagos, que llamamos «táctiles», se invita a palpar o al férreo y ciego empirismo. El ser humano que no percibe los paisajes, que no describe lo que halla al andar y que no generaliza, que sólo atiende a los estímulos sensoriales cercanos, será siempre algo incompleto. Los coros susodichos hablan de gente que cree vivir incompleta. Para completarse, entendemos aquí, es menester estar con alguien. Pero ese alguien no existe cuando lo vemos, sino al ser palpado, es decir, debe su existencia sólo al tacto.

Berkeley lo atisbó en sus “Principios del conocimiento humano” al decir: “Las ideas de la vista y el tacto constituyen dos especies distintas y heterogéneas. Las primeras son las señales o indicios de las segundas”. Todo lo que no podemos tocar es imagen, algo «lejano», pensará quien frecuenta las canciones populares.

Los conceptos de verdad, de realidad, en el mundo del «fruidor» (uso feo y preciso término de U. Eco) de tamañas cacofonías sólo se verifican tocando. Pero los datos que suministra el tacto, como las texturas, no sirven para generalizar, no son fuentes de sabiduría, de principios morales, de nociones estéticas.

Tocar, es decir, adunar el concepto de “substancia” al de “dureza”, es singularizar, especificar. Ante lo específico, ante lo que sólo nosotros conocemos, ante lo que únicamente nos conoce, se tejen lenguajes primitivos, íntimos, o mejor dicho, códigos ambivalentes para las mayorías.

El léxico bárbaro, sin codificación lógica, es ineficaz al transmitir mensajes, pero sobre todo dibuja mal lo que exige ser bien delineado. Quien expresa sus amores cantando las letras de Enrique Iglesias, por ejemplo, no dice algo preciso o que dará “la vida y el alma a un desengaño”, como Lope, pero sí señala simplezas equívocas que sólo conoce el receptor de sus patrañas.

Quien sólo conversa con bárbaros, con palabras abigarradas, cuasi concretas, excitantes, ruidosas, al pasar el tiempo se hace incapaz de apreciar lo diferente, pues se acostumbra a cierto tipo de estímulos que al desaparecer se llevan consigo eso a lo que se llama «mundo». Mundo, aquí, es una serie de momentos esencialmente iguales y existencialmente distintos, esto es, un grupo de percepciones, que son la conjunción de sensación y representación, semejantes. Que nuestro mundo dependa de lo sensitivo nos animaliza, nos quita los imperativos éticos e ideales.

Notamos que las letras de las canciones de moda animalizan lo espiritual, que vuelven notas fundamentales los rasgos accidentales de los seres deseados que cantan. Y todo lo basado en lo animal, sensual, es dubitativo, ayuno de juicio. Los coros muestran personajes incapaces de decidir, de certezas. Todo lo dicho, metido en sonidos supuestamente exóticos, crea «orgías espirituales», si me permiten usar palabras de Hobsbawm.

¿A qué lleva oír canciones de tal cepa? Al embrutecimiento intelectivo. Debemos, según fácil explicación de Sartori, todo nuestro conocimiento a nuestra intelección, a nuestra habilidad para abstraer, para usar palabras concretas, que señalan cosas, como «mesa», «territorio», «mujer», y para usar palabras abstractas, como «nación», «amor», «orgullo».

Las canciones de Guzmán, Martin, Ortiz e Iglesias, al hablar de objetos que se ven e ignorando lo complejo, como los paisajes o los conceptos, que nos hacen juiciosos, prudentes, nos transforman en primitivos, en usuarios de puras palabras concretas, harto pobres en connotaciones, pictóricas, sólo útiles para orientarnos geográficamente, mas no lógica o matemáticamente, a decir de Kant.

Sin orientación lógica y matemática, es decir, discursiva y espacial, cualquier vivencia nos confunde o mezcla en nuestra cabeza principios lógicos, como el de causalidad, con lo material o simultáneo. Ateniéndonos a lo simultáneo todo el día acabamos siendo incapaces de soportar percepciones extrañas, extranjeras, digamos. Embotados de tal manera rechazamos la serenidad, el correr del tiempo sin materia exterior, la “intuición pura”, diría Kant, que aparece como vacío, pues carece de datos estimulantes. Dicha carencia crea conceptos tristes, oscuros… abstractos.

Podemos decir que la cultura de masas está basada en un lenguaje meramente denotativo, en cosas, y que éstas no son objetos entre los que se vive, sino la vida misma. En palabras más simples, aseveremos que la cultura de masas, además de reificarnos, nos transforma en singularidades materiales y fugaces. Se desea, luego, ser tocado, pero no tocar, o esperar y no ir, o guardar opiniones o no ir tras algo.–


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