Ingobernables
Por José Luis Muñoz , 1 octubre, 2020
Pasear por Barcelona después de la pandemia, o durante ella, porque esta es la historia interminable, produce una enorme desazón a quien ha vivido casi toda su vida en esa ciudad tan especial. Los quioscos de prensa de la Rambla, ya tocados con la crisis de la prensa, cerrados; establecimientos señeros con sus persianas bajadas como cientos de otros negocios. Un centro desolado y vacío porque previamente, por la voracidad de los especuladores que ha provocado la gentrificación, se vació de residentes y ahora también es huérfano de visitantes. Ese paisaje después de la batalla resulta desolador, se convierte en la foto fija de la tragedia económica derivada de la sanitaria.
Somos un extraño país que no se enorgullece de casi nada y anda a la greña desde hace siglos. Goya lo escenificó magistralmente en su cuadro “A garrotazos” que sigue siendo de enorme actualidad. La desolación producida por esta crisis sanitaria y económica se extiende a la vida política nacional cuando asistimos estupefactos a esos continuos rifirrafes entre los líderes de las diferentes formaciones políticas que siguen practicando un politiqueo de vuelo bajo mientras, con insultante cinismo, dicen a los suyos estar defendiendo a España (VOX defiende a la nación y a la sanidad pública plantando cincuenta mil banderitas insultantes). Puede que el Covid y el comportamiento de nuestra clase política durante la pandemia hayan abierto en la sociedad española una brecha insondable que tardará tiempo en cerrar, así es que seguiremos, según nuestra tradición ancestral, dándonos garrotazos unos a otros sin resolver los problemas.
Resulta inadmisible que España bata el triste récord de contagios y muertes por Covid de Europa y el gobierno de la nación no analice esta flagrante anomalía que indica que algo se está haciendo muy mal. Las cifras epidemiológicas, crecientes en los últimos días, evidencian una mala praxis ante la pandemia y una descoordinación preocupante al haber descargado de nuevo las competencias en las comunidades autónomas sin tener en cuenta quién hay al frente de sus gobiernos.
Si hay un personaje sobrepasado por los acontecimientos y obcecado en sus equivocaciones, ese es Isabel Díaz Ayuso. La ineptitud de la presidenta de la Comunidad de Madrid a la hora de gestionar la crisis sanitaria está a la altura de su política de gestos a la coreana con las banderas de esa rueda de prensa que de poco sirvió. El gobierno central ha repartido millones de euros a las comunidades para la lucha contra el Covid, en concreto casi mil quinientos a la Comunidad de Madrid, una partida finalista destinada a reforzar la sanidad. Convendría que la señora Ayuso diera cuenta en qué lo ha invertido exactamente cuando la sanidad madrileña se halla colapsada; se despidió alegremente al personal sanitario tras la primera ola; se mal paga al existente, bien cualificado y excelentemente formado en España, que prefiere expatriarse y buscarse la vida en el extranjero; se cubren vacantes y bajas de un personal sanitario que está extenuado y al límite de sus fuerzas, cuando se cubren, con contratos basura de semanas o incluso días según no se cansan de denunciar los afectados; no se utilizan todos los recursos hospitalarios existentes porque se privatizaron; no se contratan rastreadores suficientes; no se refuerza, en horas punta, la red de transportes pública para garantizar el distanciamiento social…
Lo que está sucediendo en la Comunidad de Madrid es tan escandaloso como la inoperancia del gobierno central que hace semanas debería haber tomado el control de la situación y no lo hace dejando pasar un tiempo vital en el que el virus se multiplica de nuevo exponencialmente. El gobierno central, por parte de su ministro de Sanidad Illa, que últimamente se le ve muy tenso en todas las comparecencias, no puede estar hablando de recomendaciones y amagar con intervenir si estas no se cumplen. Las recomendaciones no son órdenes ni disposiciones de obligado cumplimiento, quedan al libre albedrío aplicarlas o no.
Los sanitarios están hartos y exhaustos, no piden aplausos sino hechos, contratos duraderos, sueldos equiparables y dignos semejantes a los que se pagan en países de nuestro entorno, ejercer su profesión con un mínimo de seguridad. La ciudadanía está indignada porque ha visto morir a miles de sus mayores, que no fueron llevados a los hospitales por órdenes expresas de las autoridades sanitarias, en la soledad más absoluta, y ahora se les perjudica con nuevos confinamientos ad hoc que inciden en los barrios más humildes de las grandes ciudades como una forma de estigmatizar a esos habitantes de tercera clase: viajan en la bodega del Titánic cuyo único derecho es el de morir ahogados.
Al envenenamiento de esta situación se suma una cúpula judicial en tiempo de descuento, lo más rancio, retrógrado y casposo de la clase togada y de la sociedad española, sin legitimidad alguna porque los principales partidos no acuerdan su renovación, que se dedican últimamente a echar gasolina al fuego con sentencias absurdas (la penúltima contra el presidente de la Generalitat, inhabilitándole por una pancarta, sentencia que debería derivar, automáticamente, en una querella por prevaricación contra el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y el Supremo por revalidar la sentencia, pero parece ser que esas instituciones jurídicas gozan de la misma inviolabilidad que el rey emérito; la última, la absolutoria por parte de la Audiencia Nacional a los 34 implicados, entre ellos Rodrigo Rato, en la salida fraudulenta a bolsa de Bankia que arruinó a miles de españoles) y avivar polémicas contra el gobierno (el discurso de Lesmes en Barcelona y la posterior llamada telefónica que le hizo el rey) rompiendo su exigible neutralidad. Los estamentos judiciales, en manos de la peor derecha de este país, se dedican a provocar, día sí y día también, a una ciudadanía sumamente paciente con ellos.
España, sus instituciones, una parte de sus gobiernos autónomos (curioso que la derecha, la de Madrid y la de Cataluña, porque el contrapeso progresista de Esquerra Republicana de Cataluña no se ve, sean los peores gestores de la pandemia), el gobierno central, las instituciones judiciales y la monarquía que, según el esperpéntico Aznar y el no menos esperpéntico Pablo Casado, hemos votado, están en un absoluto descrédito. Un país así, agravado por el movimiento secesionista de Cataluña al que se alimenta, cuando decae, desde las instancias judiciales con sentencias desproporcionadas y fuera de toda lógica, resulta ingobernable.
El problema de este país tan variopinto y plurilingüe no son sus ciudadanos sino sus políticos y las instituciones, o son los ciudadanos que una y otra vez revalidan con su voto a los que peor lo hacen, a los más corruptos, a los que intentan, por medios torticeros, subvertir el sistema democrático porque no aceptan el resultado de unas elecciones. El sistema salta hecho añicos y no hace falta ningún antisistema encapuchado cóctel molotov en mano para ello porque los antisistema se sientan en el Congreso de los Diputados, en los parlamentos de algunas comunidades autónomas, en las altas instituciones judiciales y en la Jefatura del Estado. ¡País!
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