La fuerza de la Historia
Por Carlos Almira , 27 febrero, 2015
Hace tiempo que las soluciones económicas y políticas (viables, al menos en apariencia, desde un punto de vista técnico), están ahí: cómo reequilibrar la renta del capital y el trabajo; cómo establecer un sistema productivo eficiente y, a la vez, respetuoso con el medio ambiente; cómo construir un orden social más solidario y más libre. A diferencia de las primeras utopías del movimiento obrero, incluido el marxismo, y de las Arcadias soñadas desde siempre por tradicionalistas y conservadores, las soluciones de las que hablo podrían ponerse en práctica en unas pocas semanas, incluso en días. Y si quienes las han concebido (quiero creer que a partir de un análisis crítico, pero concienzudo, de la realidad), no se han equivocado en exceso, podrían dar sus frutos en pocos meses. Estas soluciones además, burlan el falso dilema del todo o nada, que viene a decirnos: “este mundo sólo se puede arreglar en su totalidad y de una vez por todas. Como esto es imposible (por las limitaciones de los reformadores y por el inmenso poder de sus dueños, actuales y futuros, que naturalmente no quieren ningún cambio), este mundo no tiene arreglo”. La Historia sin embargo, nos demuestra lo contrario: que siempre ha habido pequeñas comunidades, sociedades mejor organizadas y más justas que otras, donde la vida era más placentera, a menudo a la sombra de poderosos imperios que parecían invulnerables y que cayeron, porque el destino de todo poder es derrumbarse y caer, tarde o temprano.
Ahora imagine el lector lo siguiente: alguien quiere abrir un negocio, una zapatería por ejemplo. Tras hacer sus cuentas, descubre que sólo tiene disponible un guardamuebles, algunas pertenencias personales, y unos ahorrillos de 10.000 euros en el Banco. El valor tasado de todo eso no llega a los 30.000 euros. Luego, tras calcular el coste del local, los primeros pagos a proveedores, albañiles, electricistas, etcétera, llega a la conclusión de que, prescindiendo de contratar a un dependiente, necesita 300.000 euros para empezar. Ahora suponga el lector que hubiera un establecimiento público donde este emprendedor pudiera dirigirse para plantear su proyecto. Los gestores y técnicos de este banco público, tras estudiarlo, deciden que es viable y ponen a su disposición (anotándolo en su cuenta) los 300.000 euros que solicita contra la garantía de sus bienes. Nuestro emprendedor abre su zapatería y empieza a funcionar. Como el banco que le ha anticipado el medio de pago (sin crear moneda nueva) no es privado, es decir, no es a su vez un negocio que persiga como fin principal y casi único el lucro, nuestro nuevo empresario no tiene que pagar un interés por este crédito, sino sólo el principal más una comisión razonable (por gastos de administración, mantenimiento, etcétera), que será tanto más pequeña cuantos más emprendedores afortunados acudan a dicho establecimiento en busca de liquidez. Pues el fin de esta banca pública no es otro que gestionar el dinero de cuenta como un bien público, y ponerlo al servicio de la actividad económica real y no a la inversa. ¿Qué hay en todo esto de utopía?
Instituciones y mecanismos como estos, animados por el mismo espíritu práctico de poner la riqueza y su creación al servicio de la gente, han sido diseñados por los economistas desde hace tiempo, desde mucho antes de la actual “crisis”. ¿Por qué es tan difícil hacerlos saltar del papel a la realidad? Algunos insistirán en que los poderosos del momento (el poder financiero privado y todos sus servidores “públicos”) no van a permitir que algo tan sencillo y revolucionario funcione en ninguna parte. Sería el principio del fin para ellos. Desde luego, es cierto que ponen todos los obstáculos a su alcance. Con todo, existen bancos modestos, pequeños, que funcionan con esa filosofía de solidaridad (Banca Solidaria). ¿Qué pasaría si un Estado los adoptara como fórmula en todo su territorio? No haría falta que el ejemplo cundiera inmediatamente, al son de espectaculares declaraciones y grandes titulares. Las cosas importantes ocurren casi siempre (al menos en sus comienzos) de una forma mucho más discreta, y sencilla. Podría ser un país pequeño, excéntrico, alejado de los grandes focos de actualidad. O un país mediano, como España. ¿Por qué no?
Pero ¿no han demostrado nuestros políticos que están dispuestos en todo momento a corromperse? ¿Quién nos garantiza que los administradores y técnicos de esa Banca Pública no acaban saqueándola, utilizándola en su provecho y en el de sus familiares y amiguetes?
¡La condición humana! Recuerdo que un día en clase, les pregunté a mis alumnos de tercero de secundaria si ellos creían que el árbitro era importante en los partidos de fútbol. Uno de ellos me respondió que sí, que incluso era imprescindible. ¿Pero vosotros no jugáis todos los recreos sin árbitro?, objeté. ¿Cómo puede ser eso? Resultaba que, como su objetivo común y fundamental era jugar el partido en los treinta minutos del recreo, todos procuraban respetar las normas, las reglas del fútbol. La autoridad del árbitro, merced a ese interés compartido (no razonado) se había transferido así a cada uno de los jugadores, hasta el punto de que el árbitro (pero no la autoridad) se había vuelto de golpe, innecesario. Naturalmente, siempre hay tramposos y vividores y eso es algo que con toda probabilidad no pueden cambiar las normas. Pero si la mayoría razonable desea una vida buena y ve que hay instituciones que se la pueden facilitar mejor que otras (si al dueño de la zapatería le va bien, contratará a un dependiente, y seguramente respetará también la norma de pagarle un salario justo, pues obedece al mismo espíritu de solidaridad que le permitió acceder a él a un crédito sin intereses y, además, es la única forma de que, de vez en cuando, el empleado u otro de su clase, también compre zapatos nuevos, de buena calidad), ¿por qué iba a arruinar nadie razonable, que cuide de sus intereses, esas instituciones? Y por supuesto, está la vigilancia y la justicia para los tramposos.
Sin embargo, y pese a todo lo anterior, yo soy profundamente pesimista. Creo que, en efecto, hay una barrera casi infranqueable entre las fórmulas y las soluciones (no utópicas, sino concretas, viables, razonables) y su puesta en práctica, su realidad aquí y ahora. El obstáculo consiste en que sólo llegan a realizarse las cosas que ocurren. Es imprescindible un acontecer previo para que, algo aparentemente tan sencillo como abrir un establecimiento público de crédito con las características que he mencionado, a cuyas ventanillas yo pueda acudir a plantear mi proyecto de zapatería, llegue a ser real. Ocurrir algo, ¿no es eso la Historia? Y la Historia, ¿quién puede hacerla saltar desde el papel a la Realidad, sino los propios seres humanos? Entramos en un círculo vicioso.
El 1 de diciembre de 1955 una señora negra, Rosa Parks, se negó a cederle el asiento en el autobús a un joven blanco que acababa de subir al coche. Este gesto de rebeldía, de dignidad, desencadenó (aunque no fue su causa), el Movimiento por los Derechos Civiles en EE.UU., que sería liderado por figuras como Martin Luther King o Malcolm X. El rechazo de una señora a levantarse en un autobús, por ser negra. Más tarde escribiría en su diario: “cuánto más les obedecíamos, peor nos trataban”. El mundo puede cambiarse. Podría ocurrir ahora mismo, dentro de una hora. Todos llevamos con nosotros, sin saberlo, la mecha del cambio, el fuego de la Historia, la posibilidad de un mundo mejor (o peor). De pronto un gesto, una palabra, que en circunstancias normales se perdería en el aire, cobra una fuerza inesperada y arrolladora, y algo nuevo empiezan a ocurrir en todas partes a la vez.
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