La insoportable levedad del remake
Por Emilio Calle , 20 mayo, 2014
Allá por el año 1998, Gus Van Sant, un director con obras tan brillantes como “Todo por un sueño”, “Elephant” o “Paranoid Park”, acometió lo que en principio se presentó como un experimento cinematográfico de muy altas miras: rodar un remake de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960). Pero no era una revisión sin más. La osadía era aún mucho más inquietante. La rodó idéntica, plano por plano, como si en vez de una película fuera un calco, una fotocopia en celuloide. Pretendía (y la excusa ya era tan descabellada como el intento) saber si los mismos elementos de un film, sin ser alterados lo más mínimo, causarían igual impacto que 40 años antes. Quién sabe qué pretendía demostrar con esto ni a quién importaba el resultado, pero la premisa se resquebrajó pronto. Primero porque, al contrario que la original, la rodó en color (se ve que no confiaba en que el espectador moderno soportase ver algo en blanco y negro, y mucho menos pasar miedo con tan poco espectro de colores). Y segundo, y muchísimo más vejatorio todavía, añadió dos planos que no aparecían en la versión del año sesenta. En uno, se nos mostraba un cielo azul que debía proyectar algún tipo de juego metafórico, pero que se reveló de indescifrable significado, más allá de lo que pudiera conocer su autor. En el otro, probablemente en una de las aberraciones más estúpidas y gratuitas de la historia del cine, el director decidía incluir otro plano que no venía en la versión original, y en el cual veíamos a Norman Bates masturbarse mientras miraba por ese agujero en la pared que le permitía ver cómo se duchaban los inquilinos del motel. Una filigrana de sutilidad, vamos. Lógicamente, a nadie le importó lo más mínimo las costumbres onanistas del protagonista, y desde luego el costalazo en taquilla no sirvió para constatar si el espectador acataría las mismas reglas del cine de terror tal y como las planteó Hitchcock. Más que nada porque hoy en día cualquiera que vea la “Psicosis” original por primera vez, quedará igual de subyugado, algo que no logra su remake ni tan siquiera haciendo llamadas a la obscenidad más gratuita.
Esta semana se han estrenado a la vez dos remakes, en lo que ya hay que diagnosticar como un síntoma de lo más alarmante. Por un lado, renace “Godzilla” (Gareth Edwards, 2014), que esta vez no viene solo, así que los monstruos (humanos y gigantescas mutaciones con muy mala uva) campan a sus anchas, haciendo añicos Japón, Hawái, San Francisco y la paciencia del espectador, el cual, no obstante, y si es que logra no desentenderse del todo, puede ver una magnífica secuencia, donde un grupo de paracaidistas se lanza sobre la mancha ceniza que cubre una ciudad destrozada, misma por la que se abren paso con bengalas rojas, aunque, eso sí, poco dura la emoción pues aterrizan en la misma zona de aburrimiento, porque aquí no hay cine, solo retales, se roba un poco de “Parque Jurásico”, se le añade algo de ecologismo, se adereza con toques a lo Gigger y su caterva de Aliens, y sin ni siquiera agitarlo para provocar cierta efervescencia en su propuesta, ya está listo para estrenar. Y por el otro, “Maniac” (Franck Khalfoun, 2014), inesperado ejercicio nostálgico del cine francés sobre una película de culto estadounidense, “Maniac” (William Lustig, 1980), cuya gran aportación para hacerla actual es la maniquea obsesión de rodarlo todo cámara en mano. Y cuesta entender cuál es la fascinación por la historia de un asesino obsesionados con las muñecas de maniquís, o dónde hallar la conexión que haga necesaria una puesta al día de este relato. En el año ochenta, Lustig supo conjugar este macabro cuento de una amistad imposible con sabios brochazos de slasher, o de gore o de splatter (me vale cualquier variante generosa en el derroche de hemoglobina), algo que en aquel momento era realmente una transgresión, además de refrendar otra mirada distinta a la oscuridad de esa inagotable fuente de cine que se llama Nueva York. Entonces, a quién puede llamar la atención la vida de este sangriento solitario en tiempos en que sagas como “Saw”, “Hostel” o “El cien pies humano” se recrean sin recato en el sadismo, y en los que la figura del psicópata ya no es un tema tabú o desconocido, las pantallas están abarrotadas de ellos, y de todas clases, y hasta series de televisión propia tienen (“Hannibal”, “The Following” o Dexter) como si de estrellas infantiles se tratase.
La respuesta es fácil: a nadie. El remake nace de una proposición carente de un fundamento sólido: la supuesta necesidad de poner al día grandes clásicos, modernizando sus postulados, y actualizando sus contenidos. Es el hijo bastardo del sinsentido, la apuesta cómoda (aunque no sea la más segura porque muchas veces pierden) de unos productores carentes del menor espíritu afín al desarrollo creativo como una fuerza motriz y no como el lastre en que lo están convirtiendo.
Hace pocos años, “Cloverfield” (Matt Reeves, 2008), una de esas interesantes propuestas de J. J. Abrams antes de que le diera por dedicarse a todo tipo de franquicia estelar, narraba la destrucción de Nueva York por un descomunal monstruo. Más allá de vaguedades, no sabíamos ni el nombre del bicho, ni de dónde venía, ni que pretendía volviendo a romper La Estatua de la Libertad que ya no gana para sustos, ni por qué iba pisoteando al personal. La película se centraba en sus protagonistas, en su amarga, violenta e inútil lucha por abandonar unas calles arrasadas. ¿Hubiera sido su peripecia más emocionante o dramática si el gigantón se hubiera llamado Godzilla? ¿O Kong?
Incluso el mal llamado “cine de autor”, de raíces más independientes, no se libra de estos desacatos. Spike Lee puede no cansarse de insultar a Clint Eastwood, con ocasión del estreno de la soberbia “Bird” asegurando sin el menor rubor que solo un director negro hubiera podido rodar una película con alma sobre el malogrado jazzista, o saltar de sus casillas al comprobar (siempre según sus peculiares teorías de usar y tirar) lo poco serio que se muestra Tarantino al tratar el tema de la esclavitud en “Django desencadenado”. Pero no se le caen los anillos a la hora de rodar ese insufrible y pretencioso remake (estrenado pocas semas atrás) de “Old Boy” (otra obra de culto) del director coreano Park Chan-wook, que no es que desvirtúe el original en el que se basa, es que sencillamente se desentiende de él y pretende apoderarse de su autoría (una actitud muy común en el cine estadounidense, tan dado a rodar remakes de cinematografías ajenas, desde “Mentiras Arriesgadas” a “Vainilla Sky”, ocultando en mayor o menor medida dónde hay que buscar sus verdaderas raíces).
Pero lo peor aún está por llegar. Como si no fueran suficiente tener que bregar con sagas y más sagas, ya sean galácticas, o jugando a causa del hambre, o reuniendo a cuanto súper héroe tenga cabida en una película (ahí están “Batman y Superman” y la secuela de Los Vengadores a la cabeza), o soportando más delirios de Johnny Deep en el Caribe, el año que viene será sin duda el año de los remakes.
Sin piedad ni tregua.
Un breve repaso, y no es necesario profundizar demasiado: es probable que veamos (ojalá que no, pero…) el siempre pospuesto remake de “Los Pájaros”, al que suponemos plagado de aves digitales que harán las delicias de niños y padres; sin recordar que la mítica de la película vino desgraciadamente provocada por la muerte accidental de Brandon Lee, su protagonista, “El cuervo”, que ya tenía varias secuelas, regresará del más allá como remake, tan solo para hacer aún más intensa la obra original; si siempre ha pertenecido a uno de esos raros idilios tan complicados que a veces se establecen entre el espectador y un film con el que nadie cuenta (lo que en Estados Unidos llaman “sleeper”), los productores creen que rodar un remake de “Dirty Dancing” batirá records de taquilla; pero no dejemos el musical porque (tras los continuos desmentidos sobre posibles protagonistas), se estrenará el remake de “My Fair Lady”, una película que escribió el único hombre que ha ganado un Oscar y un premio Nobel, y con la insólita esperanza de hallar un rostro que logre hacer que olvidemos el de Audrey Hepburn; “Jumanji”, que ni es un clásico y ni tan siquiera es tan antigua como para haberla arrinconado en la memora, contará con una nueva versión; el maestro John Carpenter (cuya obra entera está siendo reconvertida en remakes, sin pudor alguno) tendrá que enfrentarse al desaguisado que hagan con ese astuto divertimento llamado “1997: Rescate en Nueva York”…
¿Es demasiado?
Ni de cerca: “La historia interminable”, “El chip prodigioso” (produce Cameron, que no tiene tiempo para dirigirla porque debe rodar tres partes de Avatar al mismo tiempo, en un verdadero arrebato de inspiración), “American Psycho”, “Los inmortales”, “Juegos de guerra”, “Cortocircuito”, “Un hombre lobo americano en Londres” o “The Monster Squad“ son sólo algunos títulos más de los que se avecinan, al punto de que uno puede preguntarse si habrá algún momento en el que podamos ver alguna película que no hayamos visto ya bajo otro envoltorio. Aunque sólo sea una. Una historia que no conozcamos. Un argumento que no esté ya tan desgastado como el taparrabos de “Tarzan“ (al que también le toca este año remake, por si alguien se olvidó de las desventuras de este niño criado entre monos y productores de poca monta).
Es inevitable que los defensores de la causa del remake contraataquen con su única arma, y esgriman que, por ejemplo, “Con faldas y a lo loco” (Billy Wilder, 1959) no es más que un refrito de una película alemana de 1951 llamada “Ellas somos nosotros” (Kurt Hoffmann).
De acuerdo.
Si lo escribe y lo dirige Billy Wilder, me apunto.
Pero a la espera de que resucite (o se reencarne), cine original, por favor.
Comentarios recientes