La noche del incendio del Reichstag
Por Víctor F Correas , 27 febrero, 2015
Las llamas crecían. Reventaban la cúpula, que parecía el cráter de un volcán en erupción.
Las ventanas de la fachada brillaban como si todas las luces del interior estuviesen encendidas. El cielo había adquirido la rojiza tonalidad de los puros atardeces, que estallan de una viveza que extasía la vista. Pero tampoco. Hacía horas que el día dejó paso a la noche, y lo único cierto es que lo que los curiosos contemplaban desde la distancia realmente extasiaba su vista. Llamas, ruidos de cristales estallando, quebrándose reventados por el calor, y un estruendo de vigas, paredes y muros derrumbándose en el interior de Reichstag. Sí, la casa de los alemanes, donde residían sus valores democráticos, se reducía a cenizas al mismo ritmo que la democracia cedía a las ansias de poder del nuevo canciller alemán, Adolf Hitler.
―¡Han sido los comunistas! ¡Ellos lo han incendiado!
Varios se volvieron para mirar al autor de la acusación, cuyo rostro rezumaba odio. Los más, asintieron. Los comunistas. El murmullo creció entre los curiosos que contemplaban el espectáculo de fuego, humo y desolación que acontecía a un centenar de metros de distancia. Los comunistas. Ellos. No podían ser otros. El clima político era sofocante, de ahí las elecciones que el presidente Hindenburg había programado para el 5 marzo.
―¡Quieren llevar a Alemania a la ruina!
―¡No lo permitiremos!
―¡Abajo los comunistas!
La indignación crecía. Una pareja de ancianos se detuvo a contemplar la barbarie. Los cansados ojos de él apenas podían creer lo que veía. Ella quiso llevárselo de allí, pero no pudo. En más de una ocasión miró de rojo al grupo de personas, cada vez más numeroso, que clamaba venganza contra los comunistas, a los que culpaban del incendio que estaba destruyendo el Reichstag. Un hombre enjuto, barba de varios días y rostro anguloso, afirmaba haber visto entrar a un tipo en el edificio por una ventana de la planta baja tras romper los cristales. Minutos después, surgieron las primeras llamas. Poco más tarde, ardía el complejo entero. Incluso hasta describió cómo era el tipo que decía haber visto, al que la policía ya debía estar buscando. El anciano miró su reloj, que marcaba las 9:23 de la noche. Los gritos crecían tanto como la ira. Los comunistas. Otro anciano, a su espalda, musitó algunas palabras. Se volvió y sólo con mirarse se entendieron. ¿Los comunistas? Para ellos, no. Demasiadas casualidades, demasiado odio. Demasiada ganas de culpar a alguien de algo que tenía que llegar. Igual daba el Reichstag que cualquier otro edificio. Ese Adolf Hitler. Al anciano no le gustaba ni un pelo. Promesas, palabras que sonaban a gloria en los oídos del pueblo alemán pero que no le parecían más que una edulcorada fachada. El individuo no le gustaba como tampoco sus secuaces.
―¡Hay que matarlos a todos!
Los ancianos se encogieron de hombros y abandonaron el grupo en direcciones opuestas. El que marchaba agarrado del brazo de su mujer miraba al suelo. Los gritos aún se escuchaban. Se giró para contemplar por última vez la silueta del Reichstag engullido por las llamas. Después miró a su mujer. Su voz sonó lastimera:
―El principio del incendio que destruirá Alemania. Ojalá que ninguno de los dos lo veamos.
Y siguieron caminando entre gritos y sirenas de bomberos. El incendio de verdad estaba por llegar.
Hoy hace 82 años ardió el Reichstag, sede del parlamento alemán. Hitler atribuyó su autoría al Partido Comunista y decretó la suspensión de la prensa obrera y marxista y también el cese de todas las actividades de los partidos de izquierdas. Cuatro días después, proclamó el estado de emergencia.
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