Los ojos de las buhardillas de Sibiu
Por José Luis Muñoz , 6 noviembre, 2016
Nada puede ser perfecto, ni siquiera esa casona señorial en la que Ulises ha dormido esta noche, la casa del señor Krauss. La ducha no tiene cortina, con lo que el agua inunda irremisiblemente el cuarto de baño, pero eso no le afecta gran cosa: ya fregarán cuando se vaya. Pero el desayuno es peculiar, por llamarlo de alguna forma: va por piezas y ha de pagarlas una a una. Es decir: paga el café, la leche, las dos raciones de mantequilla, la ración de mermelada, que es demasiado casera para su gusto, el pan tostado, la naranjada y los dos cruasanes enanos, porque todo tiene un precio por separado. Se extraña de que no le cobren el azúcar o las servilletas de papel que utilice.
El Skoda blanco está aparcado extramuros y un valet de Casa Krauss le acompaña hasta él en su coche y le desea buen viaje tras cargar en el maletero la valija. Deja Sighisoara, la Rumanía germana repoblada por alemanes durante la Edad media que han conservado su lengua, y se dirige a otro enclave sajón por una carretera que llega hasta la frontera con Hungría, pero por el camino se detiene unos minutos en un pueblo e intenta ver una iglesia amurallada (cuando venía el enemigo el sacerdote tocaba la campana y los campesinos entraban de estampida en el recinto amurallado, y el que no se espabilaba acababa clavado en alguna pica o empalado), cosa que no consigue porque no hay puerta en esa muralla que cerca la iglesia. Ve, eso sí, un misérrimo poblado gitano, encaramado a una loma, con casas que se desmoronan, y sufre el asalto de una bandada de niños asilvestrados que le piden dinero, caramelos y bolígrafos, y, como no dispone de nada de eso, se le cuelgan, literalmente, de las puertas del Skoda cuando arranca. Mientras se aleja, vigilando que no lleve ningún niño en la parte trasera del vehículo, piensa de nuevo en Papusza, la película polaca que habla del drama del pueblo gitano obligado a ser sedentario y a quemar sus carromatos a través de la biografía de una poetisa medio analfabeta que aprendió a escribir.
Sibiu, en el centro exacto de Rumanía, es su próximo destino. La capital de Transilvania entre 1692 y 1791, en la que se habla alemán y húngaro además de rumano, es una ciudad de poco más de ciento cincuenta mil habitantes. El GPS croata localiza al instante el hotel nuevo que está a orillas del río Cibin, al otro lado del puente en donde empieza la ciudad antigua. Aparca el coche, ocupa la habitación y baja a la calle.
Por el río Cibin, que da nombre a la ciudad, nada una bandada de patos, y, a unos cien metros del moderno puente, un vagabundo ha encendido una fogata. Alguno de esos desprevenidos patos que surcan el río va a acabar en el estómago del hambriento homeless.
Las primeras casas antiguas aparecen enseguida. Algunas son construcciones con empaque, empaque hace tres siglos, cuando sus aristócratas dueños las edificaron, pero que ahora se caen víctimas de la desidia. La pobreza de Rumanía se evidencia en el deterioro de muchos de sus edificios históricos.
Deja atrás una pastelería con dulces muy apetitosos, un sex shop y un hospital de fachada rosa chicle, y sube por unas escalinatas que le llevan a la Plaza Huet, en cuyo centro está la catedral luterana del siglo XVI de Sibiu rodeada de bonitos edificios con las fachadas pintadas en colores pastel, siguiendo la huella germana de Sighisoara. Sibiu, como ésta, fue fundada por colonos sajones que la llamaron Hermannstadt, pero los alemanes regresaron a su país de origen entre 1950 y 1990 y solo quedan en la actualidad dos mil, entre ellos el actual alcalde de la ciudad.
El edifico gótico es elegante por fuera, con sillares de color siena y cubiertas de pizarra, y no es tan austero por dentro como otros templos de esa confesión. La torre del campanario acaba en tejado picudo y alberga el reloj. En el interior, en una de las capillas laterales, un cuadro alargado representa el descendimiento de Cristo de la cruz y tiene aires de pintura flamenca. La iglesia es alta y tiene tres naves. Ulises pasea en silencio oyendo el eco de sus pasos en el templo vacío.
Hay dos plazas enormes a continuación, comunicadas por un doble arco en una de las casas divisorias de ambas. A la primera, alargada, la Piata Mica, la Plaza Pequeña, llegan los coches y se alinean en las aceras puestos de artesanos que aprovechan los rayos de sol que rompen los nubarrones negros de tormenta que cubren el cielo. La segunda, la Piata Mare, la Plaza Grande, de 142 metros de lardo por 93 de ancho, es peatonal y por ella pasea la gente, juegan los niños y observan los curiosos un surtidor de agua intermitente en su centro que brota del mismo suelo. Y, entre las dos plazas, la alta Torre del Consejo, del siglo XIII, un fantástico mirador para ver a ojo de pájaro las dos ágoras si se tiene el fuelle suficiente para subir unas cuantas docenas de escalones.
El Palacio Brukenthal, de fachada amarilla, uno de los monumentos barrocos más importantes de Rumanía, está al noroeste de la adoquinada plaza. Y allí, en uno de sus lados, junto a edificios también barrocos de fachadas pintadas de suave amarillo o azul, se alza la imponente catedral de la Santísima Trinidad del siglo XVIII cuyo interior brilla de opulencia. Retablos, columnas de mármol y doradas, pinturas en la cúpula altísima, un altar central tan recargado de ornamentación como su púlpito y cuadros, todo lo que habla del poderío de la Iglesia Católica y que debería sepultar con su belleza a los feligreses que asistían a los oficios, decora el interior de ese hermoso templo barroco. Pasea Ulises entre jóvenes que rezan con una devoción ausente en España. La represión de Ceausescu avivó la conciencia religiosa de Rumanía.
La tercera catedral, la ortodoxa, está fuera del perímetro peatonal. El edifico es de estilo neo bizantino, tiene cuatro torres, cuatro cúpulas y fachada de ladrillos que alternan franjas de dos colores, rojo y siena. Ulises, con mono de templo ortodoxo, entra en su interior, espera a que sus ojos se acostumbren a esa penumbra que envuelve los templos de esa confesión y que invitan al recogimiento, y disfruta luego de la riqueza de su iconostasio, la redondez de su cúpula central y los frescos con azulones que recubren las paredes.
Hora de comer. La oferta es variada en las calles que irradian de la Piata Mare. Hace frio para estar fuera en una terraza, y en ellas se congelan los fumadores irredentos envueltos en mantas, así es que pasa al interior de un establecimiento, que elige aleatoriamente, y pide sopa gulasch, una cerveza y una strudel a un camarero tan joven como atento al que saca de su aburrimiento porque es el único comensal. Bueno y barato, se dice a sí mismo mientras mezcla la tarta caliente de manzana con el helado de vainilla que lo acompaña.
No va al hotel a hacer la siesta, cuando acaba de comer, sino que sigue recorriendo la ciudad y descubre, próximo a ese centro peatonal, en su límite, lo que queda de las murallas: apenas dos torres cubiertas y un muro techado de diez metros que comunica ambas.
Anochece cada vez más temprano, así es que Ulises atraviesa a las cinco y media el centro histórico de esa pequeña ciudad, un barrio alto que le parece una auténtica joya arquitectónica, y cuando baja las escaleras que le sacarán de él y la llevarán al moderno puente sobre el río Cibin, se da cuenta de que cientos de ojos le observan desde las buhardillas de la ciudad antigua, ventanas que son ojos rasgados que apenas permitirán el paso de la luz en las mansardas. Con los ojos rasgados sobre las tejas de las casas de Sibiu clavados en su cogote, cruza el rio Cibin y busca al vagabundo que ya no está aunque todavía humean los rescoldos del fuego. Mientras ese pobre hombre buscará el cobijo del arco de un puente para pasar la noche, tiritando de frío, Ulises, agobiado por el calor que hay en su habitación, deberá abrir la ventana para que entre aire fresco.
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