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Los peligros de una tormenta solar

Por Rafael García del Valle , 13 agosto, 2014

El profesor Ashley Dale, de la Universidad de Bristol, ha devuelto las tormentas solares a la actualidad divulgativa al afirmar, en un artículo para Physics World publicado hace unos días, que una catástrofe derivada de tal evento es inevitable, y que sus consecuencias resultarían devastadoras para nuestra civilización.

Dale forma parte de SolarMAX, un grupo de trabajo formado por expertos de todo el mundo cuyo propósito es identificar los riesgos de una tormenta solar y definir protocolos de respuesta a los mismos.

¿Qué es una tormenta solar?

Una tormenta solar es una alteración de la magnetosfera provocada por un aumento de actividad solar. Esto es algo que se debe recordar para distinguir el grano de la paja: las tormentas solares son fenómenos que ocurren en la Tierra, no en el Sol; éste sólo genera la actividad causante de tales eventos.

El Sol emite constantemente un flujo variable de partículas que fluyen hacia el exterior, el “viento solar”. Este flujo es un plasma muy poco denso, o lo que es lo mismo, un compuesto gaseoso de partículas cargadas entre las que se producen interacciones electromagnéticas. Este plasma se extiende más allá de los planetas conocidos y forma una burbuja denominada “heliosfera”. Gracias a la presión del viento solar, la heliosfera actúa como un escudo que protege a todo el sistema solar de las radiaciones exteriores procedentes del resto de la galaxia.

Así, se puede hablar de nuestro espacio más cercano en términos similares a como hablamos de la atmósfera terrestre. Es decir, podemos usar valores de presión, temperatura, densidad y velocidad. Y de la misma forma, según la actividad que se registre en el Sol, se formarán corrientes y patrones de circulación de diferentes características.

Nuestra estrella tiene ciclos de baja y alta actividad en la emisión de radiaciones que se alternan cada once años, aunque en realidad esta cantidad es una media, puesto que los ciclos registrados hasta hoy pueden variar desde un mínimo de ocho años hasta un máximo de trece. Al final de cada ciclo, la polaridad se invierte, pasando de norte a sur y viceversa. De esta manera, un período magnético abarca veintidós años.

Los ciclos de alta actividad se caracterizan por una abundante formación de manchas solares, que son regiones en las que se produce una intensa acción magnética. Aparecen más oscuras debido a una ilusión óptica provocada por la disminución de la temperatura en ese punto del Sol.

Alrededor de las manchas tienen lugar las llamadas “erupciones solares”, tremendas explosiones equivalentes a decenas de millones de bombas de hidrógeno. En ocasiones, una de estas erupciones se desprende violentamente hacia el exterior lanzando al espacio una enorme cantidad de materia y radiación electromagnética. Es lo que se conoce como “eyección de masa coronaria” o EMC. De esta manera, al producirse una EMC, el viento solar se intensifica en la dirección que tome la misma.

Cuando se produce una EMC y ésta se dirige hacia la Tierra, la velocidad y densidad del viento solar se incrementa de manera considerable y su choque contra la magnetosfera provoca una perturbación en los campos magnéticos, que es lo que conocemos como “tormenta solar”.

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La burbuja que nos protege sufre entonces una sacudida tal que su movimiento induce a la formación de corrientes eléctricas que se desplazan a lo largo y ancho de la atmósfera. El resultado de una tormenta menor suele ser un intenso y bonito espectáculo de auroras en las zonas polares. A mayor intensidad, la perturbación electromagnética alcanzará una región más amplia de la atmósfera, de manera que tales auroras podrán ser vistas en zonas más alejadas de los polos. Sin embargo, tal maravilla esconde un serio aviso, pues, en los casos más violentos, la carga eléctrica puede llegar hasta la superficie terrestre y causar un serio destrozo.

¿Qué puede pasar?

Hay cuatro factores necesarios para que se produzca una tormenta solar perfecta:

1-      La eyección de masa coronaria debe ser expelida a una gran velocidad.
2-      Ha de tomar un camino directo hacia la Tierra.
3-      Frente a otras tormentas de mayor duración, tiene que ser breve pero intensa.
4-      El campo magnético de la EMC ha de estar orientado en posición inversa al de la Tierra. Es decir, enfrentando su polo sur al polo norte terrestre, lo cual facilita la interacción.

Hasta el día de hoy, sólo la gran tormenta de 1859 cumplió estos cuatro requisitos, de manera que, a pesar de haberse detectado varias erupciones solares de gran importancia a lo largo del siglo XX, ninguna llegó a producir una tormenta tan intensa como aquella del siglo XIX.

El principal problema está relacionado con la infraestructura eléctrica. Las corrientes eléctricas generadas en la atmósfera tras una tormenta geomagnética interaccionan con las líneas de transmisión, que ya de por sí están al límite de carga en las zonas más desarrolladas, y aportan una corriente extra que termina por saturar los transformadores.

La erupción solar más violenta jamás registrada ocurrió el 29 de octubre de 2003, clasificada como tipo X34. La velocidad de la eyección de masa coronaria fue la más alta registrada después de la de 1859. Frente a las diecisiete horas que tardó la EMC del evento Carrington en recorrer la distancia que separa al Sol de la Tierra, la EMC de la tormenta de Halloween, que tal es el nombre con el que ha pasado a la Historia, lo hizo en diecinueve horas. Sin embargo, los polos magnéticos de la EMC que impactó contra nuestra magnetosfera no estaban alineados de manera inversa a la misma, como sí había ocurrido en 1859, lo que evitó daños mayores que los que tuvieron lugar.

Durante este evento, el país más afectado fue Suecia, donde se produjeron numerosos cortes de suministro eléctrico. En el resto del planeta, se dieron fallos en las comunicaciones que obligaron a interrumpir el tráfico aéreo en diferentes zonas. Así, el sistema WAAS (Wide Area Argumentation System), ideado como un complemento del sistema GPS que otorga mayor precisión y seguridad en las señales de posicionamiento, y que es usado por las compañías aéreas, estuvo inoperativo durante un total diez horas a lo largo de dos días. Además, el 4 de noviembre una fuerte carga de rayos x, la más intensa jamás registrada, causó daños a 28 satélites y dos fueron reducidos a chatarra.

Catorce años antes, el 13 de marzo de 1989, medio mundo pudo deleitarse con un fenomenal espectáculo de auroras boreales que se dejaron ver por casi todo el hemisferio norte, llegando a lugares tan meridionales como Florida y Cuba. Sin embargo, el fenómeno no resultó ser tan divertido para los habitantes de la provincia de Quebec, en Canadá, donde la tormenta provocó el fallo de un transformador de la principal planta hidroeléctrica del país. El corte del suministro afectó a seis millones de personas durante nueve horas. Para poder hacernos una idea de la situación, sólo basta pensar en la cantidad de personas que quedaron atrapadas en ascensores, o en el absoluto descontrol del tráfico ante la falta de semáforos. La tormenta también afectó a numerosas ciudades de la costa este de Estados Unidos, estimándose las pérdidas económicas de aquel apagón en unos 6.000 millones de dólares.

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El 2 de agosto de 1972, los astrónomos detectaron una llamarada de tipo X2. Gracias a la sonda Pioneer 9, los científicos del Centro de ambiente espacial de Boulder, en Colorado, Estados Unidos, pudieron comprobar “in situ” cómo el viento solar incrementaba su velocidad casi al doble, de unos 550 km. por segundo a cerca de 1.000, lo que les permitió predecir la tormenta que se les vendría encima el día 4 de agosto. Las consecuencias fueron, de nuevo, importantes cortes en los sistemas de telecomunicaciones de países como Estados Unidos y Canadá.

Pero una de las tormentas más dañinas del pasado siglo tuvo lugar en 1921. El 14 de mayo de aquel año, toda la costa este de los Estados Unidos se quedó sin electricidad y las comunicaciones fueron imposibles desde la costa atlántica hasta la región del Mississippi. Se registraron incendios por doquier debido a la saturación de las líneas eléctricas, entre otros el que destruyó la estación central de ferrocarriles de Nueva Inglaterra. En Europa, la cosa no fue mejor. Todo el continente perdió las comunicaciones de teléfono, telégrafo y cable. Muchas oficinas y centrales telefónicas fueron arrasadas por las llamas.

La tormenta solar que causó tales destrozos no había sido ni la mitad de potente que la de 1859. Una muestra de que el enorme desarrollo tecnológico alcanzado en poco más de medio siglo era tan frágil y vulnerable como en sus comienzos. O quizás más, pues la dependencia eléctrica generada por los nuevos modos de vida iba creciendo de manera exponencial.

Muchas otras tormentas solares han afectado nuestra vida a lo largo del siglo XX. Aunque no tan intensas como las mencionadas, todas ellas causaron serios problemas en las comunicaciones y sobrecargaron las redes eléctricas de numerosas ciudades, así como las líneas ferroviarias, lo que dio lugar a innumerables incidentes relacionados con retrasos y cancelaciones de trenes. Ni que decir tiene que las auroras siempre eran malinterpretadas en aquellas latitudes poco habituadas al fenómeno, por lo que el temor a que fueran el reflejo de grandes incendios o accidentes relacionados con algún transporte hacía que la actividad de los servicios de bomberos fuera frenética.

Es de imaginar que, durante la guerra fría, estos fenómenos debieron causarle un serio disgusto a más de uno. Es lo que sucedió con la erupción solar del 11 de febrero de 1958, la cual produjo auroras tan rojas y luminosas en los cielos de Europa que hizo inevitable volver a recordar los fuegos y explosiones remotas de la guerra. Muchos temieron entonces que se hubiera dado comienzo a un nuevo conflicto bélico.

Pero más allá de los miedos de un ciudadano de a pie que se enfrenta ante algo nada habitual e intenta encontrarle una lógica, el disgusto puede adquirir tintes más serios si los que se desubican y no saben qué está pasando son, por ejemplo, militares. Dos años antes, el 24 de febrero de 1956, el submarino británico Acheron se encontraba realizando una misión en las aguas del Ártico, en algún lugar entre Islandia y Groenlandia, cuando se perdió su señal de radio. El alto mando británico decretó enseguida el estado de máxima alerta y en poco tiempo la región norte del Atlántico se vio plagada de aviones y buques de guerra. Periódicos como el español ABC siguieron el suceso:

El Almirantazgo británico anunció a mediodía que no tenía noticias del submarrino “Acheron”. Normalmente debió haberse recibido por “radio” una comunicación del mismo a las once de la mañana (hora española).

En vista de ello se dispuso que todos los aviones y barcos de salvamento y reconocimiento disponibles recorrieran la zona en que se sumergió el miércoles el submarino. A las tres de la tarde no se había logrado todavía establecer contacto con el sumergible. La búsqueda se ve, desde luego, dificultada por una galerna ártica. La profundidad del Atlántico en la zona de la desaparición de la nave es de 145 brazas.

El “Acheron”, de 1.120 toneladas es gemelo del “Affrey”, que en 1951 se sumergió en el Canal de la Mancha y no volvió a la superficie. Pertenece a la nueva clase “A” de los sumergibles británicos y lleva a bordo a seis oficiales y cincuenta y nueve marineros.

A última hora de la tarde informa el Ministerio del Aire que ha sido localizado por “radio” el submarino que se creía desaparecido, ordenando que cese la búsqueda del “Acheron”.

(Fuente: ABC)

El submarino estuvo desaparecido durante cuatro horas. La causa, una tormenta solar acompañada de una de las mayores descargas de radiación cósmica registradas hasta la fecha.

A día de hoy, los efectos de una tormenta solar no tendrían comparación con ninguno de los descritos, pues hemos llegado a un punto en que el mundo depende tanto de la electricidad que la vida, tal y como nos hemos acostumbrado a concebirla, se desmoronaría por todos sus pilares. Como dice el profesor Dale:

Sin electricidad, las personasse desvivirían por  llenar el depósito de sus coches, por sacar dinero del banco o por pagar “online”. El agua y los sistemas de alcantarillado también se verían afectados, lo que significa que las epidemias se expandirían rápidamente por las áreas urbanizadas, con el regreso de enfermedades que creíamos haber dejado atrás siglos ha.

Es lo que tiene ser una sociedad avanzada, que nunca antes habíamos sido tan vulnerables a los caprichos de la Naturaleza.


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