Los premios y el apriorismo crítico
Por Redacción , 13 marzo, 2014
Aquella visita, en 1976, a Augusto Pinochet tuvo la culpa. Cuenta la historia que en Estocolmo ya estaba decidido, cuando el autor de El Aleph decidió partir hasta Chile tras ser personalmente invitado por el dictador, a quien no dudó en mostrar su apoyo y su respeto. “Él es una excelente persona, por su cordialidad, su bondad… Estoy muy satisfecho”, dijo el narrador argentino tras el almuerzo oficial y sus declaraciones no tardaron en ser publicadas en La Nación. Si la visita había sido el principio de su condena, aquellas palabras fueron su ejecución. Borges nunca ganaría el Nobel, no fueron motivos literarios aquellos que negaron el máximo reconocimiento a una de los autores más relevantes e, indudablemente, más influyente en la narrativa del siglo XX. Cuenta la historia apócrifa que Artur Lundkvis, poeta y miembro influyente de la Academia Sueca, tras ser conocedor del viaje de Borges a Chile y de sus declaraciones en apoyo de la dictadura de Pinochet, afirmó: “la sociedad sueca no puede premiar a alguien con esos antecedentes. Semejante confesión me extraño mucho. Supuestamente, un miembro de la Academia no puede expresarse en esos términos”; si bien la Academia no tardó en señalar que uno de los principios sobre los que se basa el premio es la no interferencia de cuestiones ideológicas, lo cierto es que Borges falleció en 1986 sin recibir dicho reconocimiento y que la historia sucesiva de los premios ha ampliado, aún más si cabe, la sombra ideológica que planea en la elección de los premiados.
El caso de Jorge Luis Borges no fue ni el primero ni el último –el Nobel nunca recibido por Unamuno también está rodeado de argumentos muy poco literarios- así como tampoco los Nobel son los únicos premios que han sido golpeados por el escepticismo. Cuan gesto de sinceridad, quien les escribe debe confesarles su escepticismo hacia la mayoría de premios literarios, patrios y/o internacionales, considerados como la teatralización de un intercambio de votos y de apoyos mutuos en los que el premio literario no es más que la imagen visible de la red que contactos que tras ella se esconde. Los motivos ideológicos, en un momento en los que algunos declaran muertas las ideologías y otros las consideran como mero discursos al servicio de un poder más grandes –el económico-, se han parcialmente esfumado, convirtiendo los premios en el motor empresarial y publicitario para la obra con la que determinada editorial quiere inundar los estantes del mercado. Tras el premio, llegan las fotos de rigor con representantes políticos –cuyo interés, dicho sea de paso, por la cultura es proporcional al de su ignorancia- y del sector empresarial –quienes consideran el libro no una obra literaria, sino un mero objeto del cual sacar rentabilidad-, la tournée televisiva y las firmas de rigor con el público, a este punto, la obra premiada ha dejado de existir en cuanto obra. Su título es lo único reconocible que queda ella; persiste moribunda a través de su posición en las listas de venta –posición siempre privilegiada dada la campaña mediática orquestada por y para ella- y del el carácter mediático del autor, convertido en una imagen publicitaria de la que no interesa su trayectoria literaria ni sus aspiraciones, sino algunas pocas declaraciones dignas del titular más llamativo –el titular del click- y alguna fotografía, más propia de revista de moda que de revista literaria.
Ante esta situación, hay quienes no dudan en abandonarse a la moda del momento, en cegarse entre los focos mediáticos que iluminan la alfombra de entrada de algunos premios literarios, convertidos en auténticos shows mediáticos de la no literatura, así como en posar, con impostada actitud, en la entrada de la mayor exposición de Arte Contemporáneo, fracasando en el intento de mostrar un mero conocimiento del arte contemporáneo. Otros, en cambio, entre los cuales una se siente más cómoda, prefieren mirar hacia otro lado, ignorar la perversa manipulación y mercantilización de la cultura, convertida en un vacuo conjunto de obras, nombres y eventos carentes de toda profundidad y de todo sentido cultural. La cultura está en otra parte, alejada de los focos, de los intereses meramente empresariales y de las poses de quienes confunden cultura, donde el presente y el pasado conviven un rico e interminable diálogo, con lo efímero de lo que está “à la page”. Sin embargo, si bien resulta comprensible esta última opción, en ella se esconde, aunque con tonos mucho más neutros, la impostura, pues, al fin y al cabo, no es más que la reacción a una generalización. La crítica, en este caso, la crítica literaria –entendida no sólo como un termómetro de censura que determina lo “bueno” y lo “malo”, sino como discurso crítico entorno al panorama cultural, discurso que, desde la expresión cultural, trata de conocer, comprender e interpretar la actualidad en sus más amplios aspectos- no puede girar la mirada hacia todo aquello que, según los esquemas a partir de los que indudablemente todos interpretamos la sociedad actual, proviene de un determinado sector que, a priori, no coincide con lo que se entiende por cultura auténtica y no simple subproducto de otros productos –principalmente televisivos. Es bien cierto que el panorama editorial –y digo editorial, no literario- está herido a muerte a causa de la publicación de productos indignos; es bien cierto que el más económicamente potente sector editorial –suerte de aquellas pequeñas y jóvenes editoriales o de aquellos sellos que persisten con coherencia a pesar de los pesares- ha decido separarse del concepto literario y jugar a la producción en serie de productos de rápido y masificado consumo, creando premios a forma de falaz auto-legitimación, pero, a pesar de todo ello, la crítica, no sólo debe ser capaz de huir de la red que impone criterios –ya mucho se habló en su día del reputado crítico cuyo periódico desterró por no criticar “como era debido” un libro publicado por la mismo holding empresarial del rotativo-, sino también de no dejarse cegar por el pesimismo y la desconfianza aprorísitica.
Volvamos al texto; todo juicio a priori es tan acrítico como todo juicio motivado por presiones ideológicas o empresariales. Volvamos a hablar de la obra; tras haberla leído, juzguémosla con coherencia, según nuestros criterios literarios, pero no a partir del autor o de la autora y, menos todavía, a partir de aquello que desde las oscuras esferas imponen. Ustedes se preguntarán, el porqué de este artículo, y, si bien, a veces no está de más huir de la más huidiza actualidad, les confieso que, en verdad, toda esta perorata tiene su origen en la concesión hace relativamente pocos días del Premio Primavera de narrativa: unas breves declaraciones del autor ganador acerca de su novela fueron los únicos elementos literarios que ocuparon las páginas de la mayoría de los periódicos que dedicaron espacio al tema. La cuantía del premio, a grandes titulares como elemento esencial de la premiación, y la profesión periodística y televisiva del premiado fueron los aspectos más – ¿únicos?- destacados por la prensa. Por otro lado, la concesión del premio a alguien que proviene del ámbito televisivo no pasó desapercibida en otro tipo de lares, donde los comentarios críticos por premiar la obra de alguien que se dedica –como quien hace footing por las mañanas- al “abyecto” mundo televisivo no tardaron en llegar. Y, es precisamente aquí, que quién escribe no puede dejarse de preguntar, pero ¿y la obra? Evidentemente, el hecho de que todavía no esté publicada impide su lectura, pero entonces ¿de qué hablamos?
Puede que haya llegado el momento de volver, como ya hizo en el 1968 Roland Barthes, de matar al autor y con él el apriorismo crítico y la falaz crítica, que considera que hablar de la cuantía de un premio es hablar de la obra literaria premiada. Ni los aprorismos ni el entusiasmo por los incultos focos de lo mediático deben formar parte de la crítica; por encima de los prejuicios y de las presiones, es allí donde se sitúa, donde debe situarse, la crítica, capaz de aplaudir al autor más inesperado y de criticar al más asentado y viceversa. Puede que ustedes me reprochen no haber mencionado al autor ganador del Premio Primavera de Novela y su obra, pero no se lo tomen a mal, ni tampoco como un desdén, simplemente no puedo hablar de lo que no he leído.
Anna Maria Iglesia
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