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Los Trump y los Slim son simples bárbaros sensibleros

Por Eduardo Zeind Palafox , 19 junio, 2015

donaldtrump

 

Leo en los periódicos que el señor Trump, que es un simple empresario, anda metido en la política, y que nombres de escritores sirven para bautizar parques deportivos, y que Carlos Slim, hipócrita que a muchos fatiga y estruja la salud, estimula con dinero a los médicos. Veo, en fin, que el lenguaje se usa desordenadamente.

Los niños, que como los adultos modernos carecen de aparato crítico, al leer tanta mezcolanza nominal creerán que el dinero forma leyes e inventa vacunas y que escribir es asunto de sudores. La economía, ciertamente, es necesaria para el desarrollo de un país, pero no es su origen. Vicio común del pensamiento mal educado es substanciar lo abstracto o desustanciar lo concreto. La economía no es algo concreto, sino una fuerza humana. Y al ser humana puede modificarse.

¿Pero qué pasa cuando hacemos de la economía una causa eficiente? La substanciamos. El buen uso del lenguaje siempre será filosófico, es decir, acto conciente, o sea, acto que podemos percibir. Percibir lo que hacemos es apercibirnos, es entender que entendemos, o dicho en palabras más simples, es poder enumerar los pasos que damos antes de allegar una experiencia. Pero el mal uso de lenguaje todo lo confunde, todo lo revuelve y crea cabezas incapaces de pensar, de imaginar un orden distinto al visto.

Orwell, en su famoso texto llamado “La política y el idioma inglés”, explica que un hombre, por creerse fracasado, mucho bebe, y que bebiendo culmina su mediocridad. Dicho bebedor carece de conciencia, ignora que su mediocridad puede ser fulminada con un poco de esfuerzo. La prensa, lo desee o no, además de informar educa, constituye la lógica del pueblo. Un pueblo que se acostumbra a ver unidas las palabras “deporte” y “cultura” verá, después de algún tiempo, en los maratones épicas y en las poesías concursos de métrica. Y lo peor acaece cuando el tono con que se habla del box, por ejemplo, se usa para hablar de novelística, o cuando los políticos calculan como empresarios, o cuando la salud se ve como el ingrediente imprescindible para tener a la mano obreros.

Pronunciar una palabra con corrección, con propiedad, es un acto político, es decir, que lucha contra los énfasis, o sea, que contradice cualquier ideología o sentimiento ajeno. Muchos votantes adoran a los candidatos a los que apoyan sólo porque éstos hablan apasionadamente. Tanto se engaña el escritor que cree que para escribir sonetos hay que tener músculos como el deportista que cree que el destino de la fuerza es el trabajo. ¿Por qué se confunden cosas tan disímiles? Porque no se ha aprendido a hablar imparcialmente. A todo agregamos emoción.

Leemos en el prefacio que Shaw puso a su obra de teatro “Pigmalión”: “Los ingleses no tienen respeto a su idioma y no quieren enseñar a sus hijos a hablarlo. Lo pronuncian tan abominablemente que nadie puede aprender, por sí solo, a imitar sus sonidos. Es imposible que un inglés abra la boca sin hacerse odiar y despreciar por otro inglés. El alemán o el español suena claro para oídos extranjeros; el inglés no suena claro ni para oídos ingleses”. Si imitamos la pronunciación de Slim o de Trump aprenderemos a hablar como comerciantes, a medirlo todo con la vara del dinero. ¿Cuánto vale un libro de historia bien hecho? ¿Cuánto mil mujeres sanas y fuertes?

Quien pone precio a tales cosas las transforma en mercancías, y toda mercancía, nadie lo ignora, es mercancía porque puede venderse donde sea. Y lo que puede venderse donde sea no necesita que existan personas con buen o mal gusto, sino sólo con burdas necesidades. Y quien sólo piensa en necesidades es incapaz de alzarse sobre la realidad. Hablar como comerciantes, es decir, darle a las palabras “progreso”, “ganancia”, “dinero” o “circulación” un halo de misticismo, es metamorfosearlas, volverlas metáforas. Y el uso excesivo de metáforas, ha dicho Aristóteles, produce “enigmas”. Y cuando los “enigmas” se hacen comunes y corrientes acaban conformando un “dialecto abstracto”.

Recordemos algo muy importante que nuestro oficio de escritores nos ha enseñado, y es que hay tres tipos de discursos, que son el deliberativo, el judicial y el demostrativo. El primero, de acuerdo con la “Retórica” de Aristóteles, sirve para aconsejar o disuadir, y el segundo para acusar o defender, y el tercero para elogiar o censurar. Se aconseja para arrostrar el futuro, se acusa para delatar delitos y se elogia para acreditar gente presente. ¿Pero qué pasa cuando los comerciantes que meten sus manos a la política se hacen ejemplos morales, modelos discursivos? El comerciante, al que nada le importa el pasado o el presente, todo lo echa al futuro, es decir, todo lo futuriza, todo lo vuelve consejo, oráculo, adivinación.

Citemos, para ilustrar, el Salmo 23, que por ser conocido de todos será buen material didáctico. Los Slim o los Trump niegan siempre la pobreza presente y la mala distribución de la riqueza que la historia registra, y así logran que los proletarios den su vida por el futuro que les pintan. Tales señores prometen, como dice el salmo mentado en lengua española, “delicados pastos” y no simplemente “green pastures”, o “aguas de reposo” y no “still waters”, como leemos en la “Holy Bible”, de estilo árido. Se aceptan los enigmas donde impera la sensiblería y donde ésta es señora, “matria”, a decir de Unamuno, se habla con afectación.

La lengua comercial, acostumbrada a ensalzar sus mercancías, que no hablan por sí mismas, sabe que “aguas de reposo” o “delicados pastos” son expresiones que confortan más al espíritu bélico, idealista, que al realista. Los “delicados pastos” y las “aguas de reposo” son metáforas, enigmas, y por serlo excluyen el saber histórico y político, saber ceñido a lo concreto. Si deseamos hablar bien, pensar claramente, oigamos a los Trump o a los Slim como quien oye a un bárbaro agorero, supersticioso y ambicioso.

Eduardo Zeind Palafox

http://donpalafox.blogspot.mx/


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