Lulu: diario sin memoria
Por Redacción , 11 noviembre, 2014
La adolescencia entraña una doble negación: no se nos permite ser niños y aún no somos adultos. Parte de la magia de Lulu (1994, Editorial Impedimenta, 2011), de Mircea Cărtărescu, ((Bucarest, 1 de junio de 1956), consiste en recrear un país de los sueños donde estos dobles negativos se convierten en algo positivo. Así, esta novela corta se convierte en la crónica de un sueño imposible en el que podemos seguir siendo niños y al mismo tiempo (jugar a) ser adultos.
Víctor, su protagonista, es la imagen más salvaje, más auto-indulgente y destructiva de Cărtărescu: “Me levanté de la cama y corrí al espejo de encima del lavabo porque los ojos se me habían inundado de lágrimas y quería verme llorar. Sabía que Baudelaire solía hacerlo. Me vi pequeño, moreno, con la cara delgada y sin pizca de espiritualidad en la mirada. Empañé mi imagen con el aliento y escribí sobre el espejo, con el dedo, tal y como escribía cada día, como en un diario sin memoria: DESAPARECE” (p. 38).
Como apunta en el prólogo el escritor, editor y crítico literario Carlos Pardo (Madrid, 26 de octubre de 1975), Lulu es, sobre todo, retrato del artista adolescente, estudio subjetivo del “crecimiento de la mente de un poeta”, en palabras de Wordsworth. En ella, Cărtărescu esboza una teoría entusiasta de unicidad con el universo en el que nuestro nacimiento es olvido y la literatura un medio para recuperar esta unión: “Encerrado en esta minúscula habitación, arranco este texto de la carne de mi mente como si me extirpara yo solo, ante el espejo, un tumor monstruoso. Siento aquí un trauma antiguo, engañoso, escondido bajo miles de capas de piel, cegador como la perla entre las lenguas de la ostra (…) No corto un tumor, sino un órgano vital, como si el texto fuera mi verdadera vida y yo mismo, tan solo una ilusión” (p. 101).
Figura en la sombra, Víctor es esclavo de ese mundo encantado. Sus sueños le permiten hacer diabluras sin ser castigado por ello, disfrutar del amor adulto sin dejar de ser en el fondo un niño. Luego de esas fantasías, el narrador escribe largos pasajes que regresan a su realidad: “Poco a poco la visión se difuminó, pero la sensación de desgajamiento brutal, de rapto hacia otra realidad, persistió durante mucho tiempo en los cartílagos y las articulaciones de mi cuerpo. ¿Sería aquella la Entrada? ¿Había llegado mi momento astral? Bajé el picaporte estrecho y frío, a medio pintar, y abrí” (p. 130).
Por encima de todo, el amor (re) construye el mundo del protagonista. Pero el amor de Víctor es idealista y altruista; es también, por implicación, miedo al sexo.: “En aquel valle el pensamiento se transformaba en Eros y Eros, en pensamiento (…) Nos sentábamos en el cerro, que parecía vibrar y latir cada vez que por la lejana carretera pasaba un camión o un tractor, como si debajo de aquella capa de tierra cubierta de hierba se escondiera una carne viva y sensual” (p. 77).
Lulu está escrito en una prosa íntima, cercana. La ficción, en algunos pasajes, se hace consciente de sí misma, es búsqueda del paso secreto hacia la madurez que se describe en los libros. La novela no es sólo ficción, sino predicción: “Para los treinta años tenía que ser todo o nada. El precio era – lo sabía y rumiaba esa idea durante horas y horas – la monstruosidad. Era Leverkühn, era el enano de Lovecraft, era Roderick Usher, el que enterró a su hermana en una cámara oscura, debajo de la escalera” (p. 38).
Al mismo tiempo, Lulu revela la paranoia mórbida de un tiempo de silencio. Un ambiente hostil lleva al narrador a bucear dentro de su imaginación: “Orientalismos, marihuana, música rock, todo el cóctel penetraba lentamente entre nosotros, tiñendo de colores vivos la maravillosa indiferencia de la juventud. ¿A quién le importaban la Unión de Jóvenes Comunistas, la televisión y los periódicos?” (p. 53).
Trenzada en el turbio entramado de un campamento de verano en 1973, Lulu es crónica y denuncia de sus efectos (de) formativos: “Dios mío, ¿es que por suerte o por desgracia, existe Lulu? ¿Qué haría sin él? Sin esos labios pintarrajeados, sin el asco por esas tetas de algodón, sin este flemón que me infecta la sangre … Sin él yo lo habría olvidado todo, y el campamento de Budila, con todo aquel mundo demente del centro de mi cabeza, se habría perdido entre las miles de fichas de mi memoria” (p. 79).
La imagen de portada de Kimberly Post Rowe, Memory of the blessed (2010), consigue captar el entramado de memoria, sátira, fantasía y especulación casi mística del libro, Premio de la Unión de Escritores Rumanos, Premio ASPRO. La traducción de Marian Ochoa logra captar la fuerza devastadora de sus escenas y permite al lector en castellano llegar a esta inolvidable novela de intensidad visionaria.
José de María Romero Barea
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