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Maps of the stars. Polvo de Estrellas.

Por Francisco Collado , 7 diciembre, 2023

 

 

 

A Cronenberg le priva observar a sus actores desde una perspectiva entomológica. Como un científico observa la conducta de los miembros de un hormiguero o las bacterias que crecen en una placa. Mia Wasikowska consigue un trabajo merced a las redes sociales para una neurótica y decadente actriz interpretada por Julianne Moore, una narcisista inversa. En Polvo de Estrellas (Maps to the Stars .David Cronenberg. 2014), el autor regresa al cine de fisicidad, al humor negro y al pánico existencial. Vuelve a actuar como un cirujano que satiriza y revela la realidad bajo la piel hollywoodiense. Los diálogos juegan con un humor enfermizo y extraño que corta en seco, recordando que no estamos ante una comedia. O, al menos, las risas se atascan en la garganta. Julianne Moore compone un personaje complejamente enfermizo (psicopático) que puede bailar con la noticia del ahogamiento de un niño si aquella le proporciona el deseado papel. La evolución del guión nos lleva desde la sátira hacia la farsa, basada en la caricatura de los personajes, la desmesura, lo hiperbólico, hasta la implosión final en un abismo de autoengaños, mentiras y ambiciones. El epílogo deja al espectador en un extraño dilema sobre lo que acaba de ver, su desasosiego visceral y turbiedad vocacional.

Porque Maps to the stars es un Crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard. Willy Wilder. 1950) perverso y retorcido. Ocho años han tardado el director y el guionista Bruce Wagner en pergeñar el proyecto para este mosaico de personajes turbulentos (drogas, cinismo, status y deterioro psicológico) desarrollados con maestría por todos los actores implicados.

Cronenberg disecciona la maquinaria de Hollywood con el mismo certero bisturí que utilizaba para la mente y el cuerpo de los personajes en sus otras películas. Sin piedad, Sin remisión. Pero no olvida el rictus de dolor reprimido, la ansiedad del instante de esas almas perdidas, navegando por un mundo en varios niveles.

El trauma de Moore; que intenta revivir una película protagonizada por su madre en los años 50; el terapeuta inquietante de John Cusack, el pequeño Heliogábalo; interpretado por Evan Bird; una estrella juvenil, la angustiosa recién llegada; descifrada por Mia Wasikowska, todos componen una paleta de almas enfermizas, insalubres y tóxicas.

La incomodidad y la inquietud sobre cuales son los momentos “cómicos” sobrevuela la estructura del guión ¿Es apropiado reírse cuando Benjie estrangula? ¿Cuándo el Dr. Weiss golpea a su hija? Bastante retorcido.

El ritmo narrativo es eficiente e inteligente, de modo que las dos horas de metraje están correctamente distribuidas, escapando de la amenaza del guión plomizo.

Pese a que todos los actores cumplen a la perfección con los papeles (Olivia Colman esta soberbia como doncella de hielo) los laureles son para John Cusack; su mejor papel en mucho tiempo; y el personaje de Havana Segrand, dibujada por una soberbia Julianne Moore que encabeza con maestría esta parada de monstruo hollywoodienses.

Envuelta en pastillas, botes de cremas y almohadones, impía ante la desgracia de la actriz que le arrebataba el papel, egotista y psicológicamente dañada.

Cronenberg conduce a sus personajes; a los que parece detestar; por un universo de desolación, ambición, codicia, incesto y violencia en medio de un humor incómodo y corrosivo para ajustar cuentas con la “fábrica de sueños”. A Wasikowska le deja las mejores escenas de esta obra coral, una pirómana que sirve de nexo a las enfermizas personalidades. El círculo de temperamentos, endogámicos y degenerados, está servido. La incomodidad sobre la mesa de vivisección.

La puesta en escena nos muestra el alejamiento de la realidad de los personajes. Los decorados, la arquitectura, incluso el desinterés por la ajena desgracia en la escena de la niña desahuciada. Los “edipos” del director canadiense no están ausentes y la banalidad de la muerte, observada con su mirada de entomólogo cinematográfico (y su tradicional sordidez). Narrada por capas, con fantasmas incluidos, nos acerca al lado más siniestro del pensamiento humano, al deterioro siempre desarrollado en la fisicidad y en la polisemia de símbolos. En Polvo de estrellas, el director desarrolla una poética concertada del caos, donde los humanos heridos (e hirientes) orgasman, aúllan, danzan sobre la desgracia ajena o sufren. Casi un film de terror sobre psicología humana. Un escupitajo sobre la cara oculta de la industria cinematográfica de Hollywood. Sobre la escisión entre la imagen pulcra, perfecta y glamorosa y las mentes retorcidas, oscuras y deformadas que se albergan en ellos. Navegando en un subgénero como es el lado oscuro de la fábrica cinematográfica, nos sumerge en un hosco territorio, un infierno bajo la piel. Una tragedia griega predeterminada. Un Grand Guignol que introduce su cuchillo bajo la carne hasta cortar la arteria, en un guión que se torna más efectivo en los instantes de intimidad, dotado de un sentido del humor sardónico que se ceba con intensidad en el establishment.

El sueño de Hollywood produce monstruos. Incluso bajo el brillante sol de California y la paleta de blancos intensos de Peter Suschitzky.

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