Mariano, el cisne negro
Por Fran Vega , 17 diciembre, 2015
Cuando nos encontramos casi al borde de las elecciones, conviene recordar que algunos historiadores definen el cisne negro como el hecho resultante de circunstancias que en principio se presentan desconectadas entre sí, pero que confluyen en un mismo momento para generar un resultado adverso.
A partir de esta formulación, podemos indagar por qué tenemos un cisne negro entre nosotros, por qué en uno de los periodos más duros y frustrantes que hemos conocido tenemos al frente a un hombre tan absurdo como inepto y por qué corremos el riesgo de seguir teniendo en el futuro a este mismo cisne negro, cuando no a otro tan tristemente parecido.
Enemistado con Fraga desde los años ochenta, Mariano Rajoy supo quedar a salvo de las grandes purgas estalinistas que antecedieron a la refundación de Alianza Popular en 1989. Ya entonces daba muestras del principal activo de su personalidad: la resistencia. Y con Aznar a la cabeza del PP, se hizo un hueco en la ejecutiva nacional y a partir de 1996 comenzó su desfile por diversos ministerios encargados de materias que ignoraba en los que dejó olvidable huella de otras dos de sus características: la pereza y la indecisión. Su presencia en el despacho se deducía del olor a habano y de la prensa deportiva olvidada en el retrete.
El ascendente estrellato de nuestro personaje conoció horas bajas durante la zafia gestión del desastre del Prestige, en 2002, cuando ya había alcanzado la vicepresidencia del gobierno, pero «el señor de los hilillos» salió de aquella crisis en mejor situación que otros más torpes que él y se mantuvo a flote como una boya en la cisterna. Ni siquiera la marea negra le salpicó.
Al año siguiente, Rodrigo Rato le hizo el impagable favor de oponerse a la guerra de Irak, lo que supuso su defenestración como hipotético sucesor de Aznar, travestido ya en mercenario chusquero de corneta y mosquetón. De no haber sido por los intereses de Rato, tal vez hoy en la Moncloa estaría sentado un hombre con tarjetas black en el bolsillo, aunque a cambio tenemos a otro con sobres en la billetera de los que «todo es falso, salvo alguna cosa».
En la terna azul manejada por el entonces presidente figuraba también Mayor Oreja, el hombre que sabía que con Franco vivíamos mejor, pero el arquitecto del aznarato descartó las veleidades del primero y la disolución mental del segundo y optó por el candidato más cómodo y manejable. Rajoy pasaba por allí, como un señor vestido de gris que da de comer a las palomas en el parque, y en septiembre de 2003 fue designado candidato a la Moncloa: un inspector de Hacienda sería sustituido por un registrador de la propiedad, una de esas circunstancias esperpénticas tan propias de nuestra historia. Y ni en su propia casa sabían que tenían un cisne negro en el salón.
Los atentados del 11-M sorprendieron a Rajoy al borde de la victoria electoral, pero apoyó la farsa inventada por su jefe, se tragó la derrota y quedó el hombre al frente de un partido que nadie lideraba. Sin embargo, para él significó un «ahora o nunca» y una batalla a muerte de la que podía salir despedazado o laureado. Nuevamente, la resistencia jugaría a su favor.
Volvió a perder las elecciones en 2008 después de una ridícula campaña protagonizada por «la niña de los chuches» —esa fantasía freudiana que debió de costarle más de un almohadazo en la alcoba conyugal—, y mientras algunos pedían su cabeza, otros pensaron que Rajoy era un mal menor frente al peligro que llevaban en sus garras quienes aspiraban a presidir el partido. Así que en el congreso de Valencia de ese mismo año fue reelegido presidente del PP. No había nadie mejor y sus barones decidieron que era preferible dejar que se abrasara en la planta noble de Génova 13.
El cisne negro no comenzó a ver la luz hasta que se hicieron evidentes la profundidad de la crisis que entonces se iniciaba y la incapacidad de Rodríguez Zapatero para reaccionar ante los alarmantes datos que llegaban cada día. Y cuando en mayo de 2010 el gobierno socialdemócrata dio un giro a su política económica obligado por Bruselas y Berlín, Rajoy supo que de nuevo tenía ante sí el «ahora o nunca». Estaba en el sitio adecuado y en el momento oportuno. «Mariano, es tu hora», se dijo mientras veía en televisión la repetición de las jugadas más interesantes.
A partir de entonces solo tuvo que emular a Newton: sentado con el Marca bajo el árbol de la crisis, la fruta madura caería por su propio peso y llegaría a sus manos sin haber hecho una sola mueca y ni un solo gesto de impaciencia. Y la manzana cayó un 20 de noviembre, esa fecha incomparable que en su partido recuerdan con esmero cuando ondean banderines con olor a naftalina y almidón.
«¡Presente!», exclamó frente al espejo el mejor registrador de la propiedad que hemos tenido nunca en la Moncloa. Y en 2011 este hombre resistente, indeciso, absurdo, ignorante, oportunista y perezoso se convirtió en presidente del gobierno gracias a los votos de once millones de españoles que lo eligieron ante la debilidad de sus rivales y la indisimulada manipulación de la crisis, convertida ya en la ocasión de oro para tantos retrocesos y abandonos como hemos conocido. Porque España es lo que tiene: que tiene españoles y mucho españoles.
Por sí solo Rajoy jamás hubiera llegado a la Moncloa, pues la ausencia de carisma, liderazgo, presencia, oratoria e inteligencia le hubiera condenado de por vida a su próspera y gris oficina de provincias, pero la suma de factores externos le convirtieron en un cisne negro que, de momento, aún chapotea en su nigérrimo estanque. Nada propio le favorecía, pero todo lo ajeno le resultó favorable.
Su legislatura ha servido para consolidar el profundo cambio ideológico, económico y social tejido alrededor de la crisis, pero también para comprobar las toneladas de basura que se ocultan tras las siglas de los partidos políticos, entre los que el suyo se ha erigido en olímpico campeón. «Mariano, sé fuerte», le dijo su tesorero desde el chabolo una tarde plomiza de domingo. Y lo ha sido como nadie, ignorando las rotundas evidencias de absurda negación.
Y por si no fuera suficiente, la política contrarreformista apadrinada por los eurobuitres ha dejado sus excrementos en cada uno de los servicios públicos que aún quedan en pie hasta condenar a más de un tercio de la población a la supervivencia insoportable. Menos mal que el mejor filósofo de nuestra historia contemporánea encuentra siempre una buena explicación: un vaso es un vaso y un plato es un plato.
En este paisaje de aguas negras no es difícil imaginar la aparición de un nuevo personaje que sea capaz de arrastrar a los electores mediante dos simples mecanismos de sencilla adquisición para los alegres contribuyentes: credibilidad y ausencia de pasado. Cualquiera que no haya estado en la cúpula de los partidos políticos ni de los gobiernos y que no tenga oscuridades ni sobresueldos en su expediente se hará un hueco destacado en la política española. Cualquiera que sea igual de ignorante, indeciso, oportunista, resistente y majadero. Y si consigue que sus propuestas fiscales y laborales resulten creíbles, arrasará.
Las circunstancias socioeconómicas y la falta de confianza en nuestro propio sistema pueden facilitar la llegada de un nuevo cisne negro que en otro contexto no hubiera pasado de subencargado en unos pequeños almacenes, pero que en el actual puede convertirse en líder, presidente y salvador. Y nuestra larga experiencia nos dice que no hay nada peor que un político iluminado que se considere a sí mismo salvador de las Españas.
Once millones de electores votaron al último cisne negro. Y es probable que estos mismos electores vuelvan a llevarlo a la Moncloa o elijan a otro de plumaje parecido. Pero que en ningún momento olviden que bajo las alas de estos cisnes han crecido siempre las herramientas más negras que la historia ha conocido.
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