‘Mi gran noche’: Grotesco guateque
Por Ivan F. Mula , 26 octubre, 2015
El cine de Álex de la Iglesia, frenético y desmesurado desde sus inicios, ha tomado, últimamente, una deriva en la que parece que haya perdido el control sobre sus propias ideas. Si bien el director vasco siempre ha sido amigo del exceso, tuvo la habilidad, durante mucho tiempo, de saber mantener el pulso narrativo de sus historias por muy enloquecidas que éstas fueran. Ahí tenemos, por ejemplo, la solidez estructural de El día de la bestia (1995), La comunidad (2000) o Muertos de risa (1999). En todas ellas, podíamos ver un retrato grotesco de nuestro país pero también disfrutar de un relato bien contado, sin renunciar a cierta profundidad y tiempo para detenerse en escenas concretas, diálogos largos o pequeños detalles.
Las ocurrencias de De la Iglesia, eso sí, siguen siendo geniales. Conceptualmente, de hecho, Mi gran noche es un festival de ingenio tan original y refrescante como pocas veces vemos en pantalla. Desde su mismo planteamiento, una suerte de cruce entre El guateque (1968) y El ángel exterminador (1962), en palabras del propio cineasta, pasando por su galería de esperpénticos personajes encabezados por el alter ego de Raphael entendido como un Darth Vader de la canción, todas y cada una de sus propuestas son de quitarse el sombrero.
También la fuerza metafórica de sus imágenes es destacable: el choque entre las dos españas (los sindicalistas y los fans de Alphonso mezclados peleando con la policía) o esos figurantes que tienen que reír y fingir que son felices aunque no quieran, no les apetezca y no entiendan nada.
Detenerse es morir
Sin embargo, la filosofía artística del autor de Crimen Ferpecto (2004), llevada a cabo de forma cada vez más delirante y neurótica, ha acabado por volverse en su contra. «Detenerse es morir«, ha declarado en más de una ocasión. Esa obsesión con el ritmo es, precisamente, lo que hace que, en la ejecución, ese enorme conjunto de ideas brillantes no encaje. La velocidad de la narración es, aquí, igual que ocurría ya en Las brujas de Zugarramurdi (2013) y parte del metraje de Balada triste de trompeta (2010), una apisonadora que arrasa con todo y lo echa a perder.
Por eso, el filme funciona mejor explicado que visto. Porque, a pesar de estar dirigida con agilidad y talento, y contar con un buen montaje, las tramas están mal cohesionadas. Y aunque poco importa aquí la verosimilitud, probablemente, algunas escenas tendrían más gracia si fueran menos exageradas y más creíbles. Por último, y esto ya es marca de la casa, De la Iglesia parece no saber cómo acabar la película y la deja deambular sola movida por su propia inercia.
No sabemos si alguna vez este director podrá recuperar la precisión de algunos de sus trabajos. Ojalá que sí. En caso contrario, sería una verdadera pena teniendo en cuenta que su visión sobre el circo vital en el que estamos instalados sigue siendo única y necesaria.
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