Mi profesor de literatura
Por José Luis Muñoz , 7 marzo, 2021
Cada X tiempo buceaba por Internet para saber de mi profesor de literatura. A él, y a mi padre, les debo mi pasión por los libros y la escritura. Recuerdo sus clases en el instituto Milá y Fontanals, como si fuera ayer, grabadas a fuego en mi memoria, en donde tuve la suerte de encontrarlo como docente cuando tenía catorce años. Era un hombre de una extraordinaria cultura y cabeza bien amueblada que no quería agobiarnos con las lecturas impuestas en el programa oficial, así es que no leíamos, ni comentábamos en clase, a los autores del Siglo de Oro sino a algunos maestros de la literatura juvenil y de aventuras: Jack London, Julio Verne, Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson, y nos animaba a leer a esos autores para aficionarnos a la literatura antes que a los clásicos. Recuerdo que leíamos a viva voz en el aula Colmillo blanco, La isla del tesoro, Los tigres de Mompracem o La vuelta al mundo en 80 días. Su sistema funcionaba porque los treinta alumnos que éramos por clase no hacíamos ascos a esos libros y éramos ávidos lectores.
Veinte años después, cuando gané el premio Tigre Juan y el Azorín con las novelas El cadáver bajo el jardín y Barcelona negra, quise visitarlo para agradecerle esas amenas clases que había recibido de su parte y tanto habían influido en mi vertiente creativa. Vivía en una casita del barrio barcelonés del Guinardó que me costó encontrar. Me abrió su mujer. Pregunté por él. Básicamente no había cambiado, llevaba el mismo tipo de gafas, muy grandes, y fumaba menos de lo que lo hacía en las clases del instituto que empalmaba cigarrillo tras cigarrillo. Yo sí había cambiado después de 20 años, así es que fue imposible que me reconociera a pesar de que intenté refrescar su memoria diciéndole que solía puntuar con notas muy altas mis redacciones. Le regalé dedicados, con orgullo, mis dos primeros libros publicados y le dije que él, sin duda, mucho había tenido que ver en mis éxitos literarios. No tardó en escribir un par de reseñas elogiosas en El Periódico sobre esos libros. Esa fue la última vez que lo vi, pero a lo largo de todos estos años fui siguiendo sus pasos.
Joaquín Marco fue catedrático de literatura en la Universidad de Barcelona, filólogo, poeta excelso incluido en la Antología de la nueva poesía española, crítico literario de El Periódico, La Razón, La Vanguardia, ABC, Ínsula y Destino, editor de Seix Barral, director de la editorial Salvat y de la colección Ocnos en donde publicaron Manuel Vázquez Montalbán, Leopoldo María Panero, José Agustín Goytisolo, Fernando Quiñones, Lezama Lima y Nicanor Parra, entre otros, y recibió la Cruz de Sant Jordi por parte de la Generalitat por su trayectoria en defensa de la cultura. Fue un poeta experimental que dejó libros como Abrir una ventana a veces no es sencillo, Algunos crímenes y otros poemas, en donde coqueteaba con el género negro a través de la lírica, Aire sin voz, El muro de Berlín y Poesía secreta. Era amigo de José Batlló, el editor de Taifa y de la librería del barrio de Gracia de la calle Verdi por la que siempre paseo cuando voy a sus multicines.
Ayer, al hacer la periódica consulta sobre su persona, me enteré de su muerte en julio del 2020, ese año fatídico en pérdidas cercanas. Lamento no haberlo tratado más que en esas dos ocasiones en que nuestras vidas se cruzaron, cuando fue mi maestro ejemplar que me enseñó que la literatura era, sobre todo, una ventana al placer, y cuando fui a su casa a agradecerle lo que me había enseñado.
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