¿Orden o democracia?
Por Carlos Almira , 20 agosto, 2015
Decía Juncker a propósito del no del referéndum griego, que “no todo puede dejarse al arbitrio de las elecciones”. La democracia también tiene sus límites. En el caso de la Unión Europea, este límite son los Tratados acordados en su momento, por los Estados miembros.
Es verdad. Imagínese que una Asamblea decidiese, apresuradamente pero con toda libertad, que los axiomas básicos de las matemáticas son falsos; o que la Tierra es plana; o que las minorías deben ser integradas a la fuerza. La democracia que expresaría este funcionamiento del Estado descuidaría algunos de los requisitos básicos de este régimen inédito (por ejemplo, el respeto a las minorías y, en general, a los desconocidos; o la actitud a ceder ante lo razonable, como es que dos más dos son cuatro, aun cuando sea defendido por uno solo frente a la multitud).
En el caso de Juncker no se trata, sin embargo, del derecho pisoteado por una votación, ni de las Leyes de la Lógica o de la Física, sino de un determinado orden económico y político que se concibe como anterior al pacto social que funda, a partir de la soberanía, la voluntad política en un régimen democrático. Por ejemplo, el Tratado de Maastricht.
Según lo que algunos han llamado el “ordo-liberalismo” (no confundir con el neoliberalismo, austriaco y anglosajón), filosofía política, ¿economía política?, surgida en la Alemania de entreguerras, hay un orden previo a la voluntad y a la soberanía, y superior a la Democracia: el mercado. El Estado debe limitarse a salvaguardar este orden, si es posible, mediante mecanismos de consenso democráticos; pero donde y cuando la voluntad de la mayoría (irracional e imprevisible por definición, se muestre disfuncional)se muestre contraria al orden, éste debe prevalecer.
El modelo de Estado y de Orden que hoy por hoy rige en Europa, es aceptado por la izquierda y por la derecha como algo natural frente a lo que no cabe elección. A diferencia del liberalismo y del neoliberalismo, para el ordo-liberalismo este orden natural, superior incluso a un hipotético contrato social, no debe abandonarse al mercado sin más: el Estado, al modo de la vieja burocracia prusiana, ha de jugar el papel de árbitro inflexible, de ordenador institucional, por encima del juego de fuerzas que expresen las urnas.
Tampoco se trata de sujetar y someter a los actores económicos (los mercaderes), como en los Imperios clásicos, antiguos (véase el caso chino actual, cuyas autoridades aún son capaces de suspender las cotizaciones de la Bolsa de Shangai o inducir una depreciación de la moneda, algo cada vez más difícil de justificar en occidente): si el Estado tiene alguna legitimidad y algún sentido, aparte de la coyuntura electoral, es que aquello que organiza y defiende, una sociedad basada en el libre juego de fuerzas e iniciativas privadas, responde a la condición y a la naturaleza íntima, última, del ser humano. Por eso dice Juncker que las elecciones no pueden decidirlo todo. Para que haya democracia, antes ha de haber un orden que nunca es el fruto de la democracia.
Para el ordo-liberalismo, desde la izquierda hasta la derecha, la Unión Europea debe jugar respecto a ese orden el viejo papel del Estado Prusiano: organizar el juego, crear las reglas y arbitrar sin interferir en el partido. No se puede confiar a ciegas en el mercado, pero tampoco se debe sustituirlo por el Estado, y menos aún por la voluntad cambiante, caprichosa, irracional, de la mayoría.
Los defensores de este modelo de Europa no se atreven, claro está, a contraponer orden y democracia, pero ésta es, de hecho, la antinomia que se manifiesta aquí. De ahí que el principio de soberanía nacional deba someterse también a las reglas y al orden, anterior al contrato mismo en el que, hipotéticamente, se fundamenta el Estado.
Por eso, dicho sea de paso, el anti-europeísmo de la extrema derecha suena, a veces, casi como el discurso de los radicales de izquierda: ir contra la primacía de este orden, sea en nombre de Juana de Arco o de la soberanía popular, es ir contra Europa, o incluso contra el supuesto sentido común.
Control de precios (incluida la inflación de costes o salario); control férreo del gasto público; política monetaria independiente del gobierno de turno; fiscalidad favorable a los inversores, etcétera, son las recetas que, según el ordo-liberalismo, debe aplicar todo Estado, con independencia del partido que gobierne. Los gobiernos y la voluntad democrática son algo irracional y pasajero, secundario: lo esencial es conservar este marco institucional de una generación a otra. Tales recetas, por supuesto, son suscritas por el neoliberalismo, con el que a menudo se confunde la llamada política pro-austeridad. Pero se olvida el Estado.
Pues el neoliberalismo amenaza la legitimidad de la democracia en nombre de una cierta acracia, del derecho de los sujetos económicos privados (por ejemplo, a negarse a pagar más impuestos, a financiar de su bolsillo el “derroche” del Estado, etcétera). El ordo-liberalismo en cambio, es, si cabe, más peligroso para esta legitimidad de la democracia, porque es ya en sí mismo, un modelo político alternativo y viable, inspirado en la vieja Prusia de Bismarck (con su peculiar Estado Social y a la vez, anti-socialista, en plena Segunda Revolución Industrial).
Tal es la filosofía política triunfante en Europa. ¿No le sonará al señor Pedro Sánchez esta música, no la debe haber escuchado cuando fue invitado a aquel lujoso Hotel, por el Club Bilderberg, en su última reunión anual). Se puede desconfiar del juicio de las masas, como hace Ortega y Gasset, pero eso no es aún suficiente para descalificar la democracia, como tampoco lo es, creo yo, lo incierto de la existencia. Lo que esta macro-ideología no hace es fundamentar racionalmente, explicar por qué ese orden es superior y anterior a la voluntad de la mayoría, y por qué debe ser tan ajeno a sus vaivenes como los principios de la Física y la Matemática, o como el deber moral hacia los demás, etcétera. Aunque bien pensado, ¿por qué iba a molestarse en buscar una fundamentación? Hoy por hoy, nadie se opone fuera de los extremos. La democracia no será sustituida por otro paradigma dominante hasta que, quienes secretamente la desprecian, no consigan identificarla en el imaginario colectivo con los radicales, los populistas, los extremistas constructores de infiernos utópicos.
(Fotografía: Ludwig Erhard, uno de los padres intelectuales del Ordoliberalismo).
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