Pablo Iglesias, de asaltar los cielos a caer del caballo
Por José Luis Muñoz , 8 mayo, 2021
No creo que tardemos muchos años en conocer de primera mano, libro mediante, lo que fue el ascenso y caída de uno de los personajes más brillantes y controvertidos de la política española cuya retirada celebran con repique de campanas los partidos de derechas, facciones del PSOE más afines al PP que a ese partido teóricamente obrero, de izquierdas y republicano que en su día fue, y un sinfín de medios de comunicación que durante años dirigieron sus baterías contra el líder de la formación morada. La retirada de Pablo Iglesias de la política ya estaba tomada por él mismo desde que, para sorpresa de muchos, abandonó esa vicepresidencia segunda del gobierno, por la que tanto había luchado, para salvar in extremis la presencia de Unidas Podemos en la Asamblea de Madrid. Consiguió ese objetivo, la formación obtuvo más representación, pero fracasó estrepitosamente el bloque de la izquierda, que esta vez sí iba unido, a pesar de la altísima participación. Las teóricamente zonas rojas de la comunidad madrileña votaron masivamente a ese trending topic de Isabel Díaz Ayuso para estupefacción de los analistas políticos: corderos que abrazan a su matarife, obreros sin conciencia de clase que votan derecha seguramente por culpa de los sindicatos y las organizaciones de izquierda incapaces de conectar su mensaje.
El ascenso del brillante profesor de ciencia política Pablo Iglesias fue tan abrupto como su caída. Los medios que le auparon, le dieron cobertura y amplificaron su discurso porque convenía para restar espacio político al todopoderoso PSOE en una calculada jugada de oportunismo político, han sido los mismos que en los últimos cuatro años se han dedicado a enfangar a la formación y, sobre todo, al líder de la misma en una campaña de desprestigio personal ad hoc sustentada por un cúmulo de falsedades y amplificada por un sistema judicial cómplice que ha admitido una a una todas las querellas para, a continuación, desestimarlas, pero el daño mediático ya estaba hecho. La campaña de linchamiento sistemático de la figura de Pablo Iglesias no creo que tenga ningún tipo de parangón en el mundo y haría las delicias de Joseph Goebbels.
Al político de izquierdas se le ha demonizado como a nadie en este país cainita; se le ha condenado por vivir en Galapagar, que no es Pozuelo de Alarcón, pagando una hipoteca a treinta o cuarenta años como todo hijo de vecino que se lo puede permitir con su sueldo; se ha hecho mofa de su indumentaria, su peinado, su forma de andar o su chepa; se ha tildado a su padre de terrorista, a él de comunista, estar a sueldo de Chávez y Maduro, de los ayatolás de Irán o de ser filoetarra según el día; se le ha presentado como macho alfa dentro de un harén femenino, marido infiel, machista y acosador sexual entre otras lindezas; se le ha comparado a una rata, siguiendo el modelo goebbeliano cuyo fin era la eliminación del enemigo, y ahí están las balas de cetme que un descerebrado le ha enviado. Los que le han atacado sistemáticamente (día sí y día también había un titular en su contra y se puede atestiguar) pasaron por alto sus palabras y su ideario y tiraron de clichés de la guerra fría. A los corifeos del sistema no les interesaba hablar de la subida del salario mínimo interprofesional, de que su partido es uno de los principales artífices; de la derogación de los artículos más lesivos para los trabajadores de la reforma laboral que está en trámite; de su empeño en el control de los alquileres para que todo español pueda tener una vivienda digna según dice uno de los artículos de la Constitución; del escudo social implementado para que no se pueda desahuciar ni cortar los suministros por falta de pago a nadie durante la pandemia; de la reforma urgente del código penal que mantiene algunas figuras en desuso en el resto de Europa; de su apuesta decidida por la educación y sanidad públicas y dotarlas de recursos públicos; de las cuantiosas ayudas económicas a los que han sufrido esta pavorosa crisis que fueron abandonados en la anterior del 2008. En la política espectáculo, el fondo no le interesa a nadie porque el periodismo basura pone el foco en la superficie y el resultado está a la vista.
Con las barbaridades que se han dicho de Pablo Iglesias podría hacerse un libro de mil páginas o una serie de ocho temporadas y seguramente nos quedaríamos cortos. En cuanto esa derecha obsesionada por controlar todos los poderes del estado vio que conseguía entrar al gobierno y ser vicepresidente, se empleó a más a fondo contra él. El único parangón que uno encuentra en nuestra historia reciente fue la campaña contra Felipe González, con la diferencia que esa, que también consiguió su objetivo de defenestrarlo, estaba sustentada por escándalos reales de la envergadura de Roldán y los fondos reservados y la guerra sucia de los GAL. Poco importaba que con Pablo Iglesias todo fueran falsedades. Las cadenas privadas de televisión han dicho toda clase de barbaridades que se han transmitido por las ondas hertzianas con mesas de tertulianos aparentemente dispares pero que coincidían en descalificarle así como los propios conductores de esos programas de política basura que actuaban como jueces y parte.
Cuando insinuó que quizá fuera necesario establecer un cierto control de los medios (los fake news que circulan por Internet se salvan de cualquier control) para que se ciñeran a las informaciones veraces y no publicaran falsedades, fue tomada como un ataque a la libertad de expresión; su decisión de regular el precio abusivo del alquiler de la vivienda, un intento de acabar con la propiedad privada y fomentar la ocupación; su instancia a la urgente renovación de los órganos de gobierno del poder judicial caducados desde hace un par de años, un intento de controlar la justicia; sus declaraciones de que la democracia española era francamente mejorable, una deslealtad hacia el gobierno del que formaba parte; su reivindicación republicana y sus críticas a la conducta delincuencial del Emérito, un intento de socavar el ordenamiento constitucional.
La derecha y sus medios afines han conseguido convertir a Pablo Iglesias, según las encuestas, en el político más odiado de toda España, lo que seguramente le obligará a tener que convivir durante una buena temporada con escoltas. En ese contexto, su decisión de dejar la política era cosa cantada. El fundador de Podemos, el partido salido de la ilusión del 15M, que era visto con simpatía por los poderes fácticos mientras no alcanzara cotas de poder y siguiera en la calle (de donde los podían echar a porrazos), no se sentía cómodo en el consejo de ministros, no era un político profesional correoso al que todo le resbalara y le faltaba el cinismo del que pueden dar seminarios sus colegas de otros partidos que ironizan sobre M. Rajoy o dicen que hay muchos Javier Arenas en el mundo mundial y se van a sus casas tan felices porque el electorado es olvidadizo y no estudió la asignatura de ética. La derecha finalmente se ha cobrado su pieza tras años de cacería incesante y paciente y ya tiene su trofeo de caza colgado en su cuarto de estar con la ayuda del periodismo más nauseabundo en el que somos líderes.
Consciente de que resta, en vez de sumar, Pablo Iglesias se retira con su formación muy tocada y dejando al frente un liderazgo femenino cuya primordial tarea debería ser la reagrupación de toda esa izquierda que se fragmentó por personalismos. El activista ha tardado siete años en perder la inocencia, ha dejado un sinfín de cadáveres por el camino, fruto de esa tendencia cainita de la izquierda a no entenderse, y ha cometido sin duda muchos errores (ser soberbio y ejercer un hiperliderazgo) que han arruinado un proyecto esperanzador que llegó a tener en el parlamento de España 70 congresistas en su mejor momento. Pablo quiso asaltar los cielos y se cayó del caballo para darse un baño de realidad.
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