Pactos
Por Carlos Almira , 13 junio, 2015
La llamada democracia representativa (o liberal) nos ha llevado en España, tras las últimas elecciones, a una situación paradójica: por una parte, muchos ciudadanos han votado por opciones políticas alguno de cuyos planteamientos de fondo eran, o parecían, incompatibles con el sistema tal y como venía funcionando desde la muerte de Franco; así, por ejemplo, Ciudadanos se declaraba contrario a la forma en que los partidos políticos han engranado su actuación con determinados grupos de la sociedad civil (la famosa corrupción); Podemos y sus grupos afines, iban más allá, cuestionando la propia Constitución de 1978, así como aspectos esenciales del funcionamiento de la sociedad civil misma (la forma de Estado, la primacía del Capitalismo financiero, etcétera); de tal modo que muchos ciudadanos, al votar por estas opciones, estaban optando de hecho, por una transformación más o menos radical (pero pacífica y ordenada legalmente, es decir, considerando que en una democracia representativa el orden legal emana del sujeto soberano, de la nación o del pueblo), del modelo político salido de nuestra Transición.
Por otra parte, sin embargo, ninguna de estas opciones ha conseguido una posición hegemónica lo suficientemente efectiva y clara, como para rediseñar políticamente el sistema desde sus planteamientos, lo que significa que: a) o bien los nuevos actores políticos se mantienen firmes, fieles en aquellos principios por los que les han votado una parte notable, pero aún no suficiente, de los ciudadanos; b) o bien transigen en aspectos esenciales para adaptarse al hecho incuestionable de la fragmentación política que ha resultado de las urnas.
La primera opción, de la fidelidad firme a los principios sin hegemonía, conduciría a una repetición de las elecciones en todos los casos en que la fragmentación de facto, es incompatible con la aplicación de un programa de transformación radical de la situación política, en el sentido en que apuntaba cada uno de los nuevos actores. A la larga, conduciría a una parálisis y a una insuficiencia del mecanismo de representación liberal, en el juego político en España. ¿Hay alguien cuyo convencimiento de estar en la verdad y en lo justo sea tan grande que le baste para legitimarse por encima (por debajo) de las urnas? A estas alturas, es claro que esta opción purista, ha quedado afortunadamente, descartada.
Ahora bien, la segunda opción, de adaptación pragmática a la fragmentación de hecho, si bien va a permitir que sigan funcionando las instituciones (aunque posiblemente, ya nada será como antes), encierra también sus riesgos, dentro del modelo de la democracia representativa liberal. Sobre todo, existe el peligro de que una parte del electorado, recién movilizado con más o menos entusiasmo por el cambio, acabe desengañado, en la abstención y en el fatalismo (en el pesimismo antropológico), ante unos partidos que le prometían este cambio, que de hecho (¿por qué no?), creían en él, pero a los que los votantes no han dado la suficiente fuerza como para imponerlo en toda su pureza y, por lo tanto, por los que se sienten traicionados. Pues en la llamada democracia representativa o liberal es una condición necesaria, aunque no suficiente, que el electorado comparta una cosmovisión mínima de fondo. La diferencia entre otras situaciones de fragmentación del pasado (véase el apoyo sistemático de los partidos nacionalistas periféricos a los gobiernos del PSOE o del PP en situaciones de minoría en el Gobierno), era que esta coincidencia se daba por hecha, algo que quizás no se puede aventurar ya hoy.
Hay, acaso, una posibilidad no ya de regenerar el sistema sino incluso de reinventarlo: volver a definir la democracia, pacífica y civilizadamente. Para el liberalismo, lo esencial, las libertades y la vida privada de cada individuo, es lo que debe estar garantizado y protegido por el Estado. Es sabido que, históricamente, la libertad económica o incluso doméstica, del individuo, ha sido compatible con regímenes de Dictadura no totalitarios. El liberalismo ha coexistido con formas de distribución del poder político tan diferentes como la Dictadura de Franco o la de Pinochet, o la ya rancia democracia confederal suiza. No es pues, creo yo, una solución suficiente ya.
¿Qué hacer en una situación de fragmentación política sin cohesión social suficiente (sin una cosmovisión mínima compartida por los ciudadanos)? En primer lugar, habría en mi opinión que distinguir dos niveles: el nivel de la representación, propio del modelo liberal; y el nivel de la participación ciudadana, propio del modelo “antiguo” (la polis) de la democracia. Distinguir, que no necesariamente compatibilizar.
Mientras los partidos y las agrupaciones hacen sus pactos, bajo la atenta y vigilante mirada de los electores (para no incurrir en el “cambio de cromos”), estos últimos, nosotros, deberíamos aceptar dos hechos: primero, que (acaso afortunadamente) no les hemos dado la fuerza suficiente como para realizar la parte mínima de su programa, aquello por lo que les hemos votado; y en segundo lugar, que nuestro papel en una transformación auténtica, pacífica y razonable, del sistema, ya no puede circunscribirse, como querría el modelo liberal, a votar cada cuatro años y volver a nuestra vida privada sin más.
Los votantes debemos convertirnos ahora en ciudadanos, en actores públicos desde abajo, y no solamente proteger y preservar nuestras libertades individuales privadas. Así, la democracia podría absorber esta fragmentación al nivel de los representantes sin un consenso mínimo entre la ciudadanía, si en cada barrio, en cada municipio, los “representados”, las personas privadas, nosotros, nos implicásemos, no en la organización de soviets, como aventuraba esperpénticamente doña Esperanza Aguirre (trasluciendo, dicho sea de paso, la oculta aversión, la desconfianza de fondo del liberalismo hacia la participación ciudadana y, por ende, hacia la democracia), sino en empresas mucho más sencillas, modestas e importantes; empresas comunes, como la organización de una biblioteca, la construcción de un parque, la socialización de una convivencia más justa y pacífica (que no ayuna de conflictos).
Acaso la esencia de la democracia no sea el juego liberal sino la implicación de los individuos, desde su esfera privada (por supuesto, libre), en empresas en van más allá de aquélla, aunque no tan lejos como para pretender cambiar el mundo simplemente votando a quien nos lo propone cada cuatro años. Acaso la democracia sea una forma pacífica, racional y civilizada, de apertura a la colaboración y al conflicto cotidiano con el otro, el desconocido; y no el mero manejo del Estado (Estatal no equivale a Público) y las instituciones para los familiares, clientes y amigos, es decir, como se administraría la propia casa. Los antiguos griegos lo tenían muy claro al distinguir el ámbito doméstico, el domos, del ágora y la polis. La esencia de la democracia es lo político.
Hagamos pues, política en España.
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