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«Pink Cadillac Man», de Domingo Alberto Martínez

Por José Luis Muñoz , 10 marzo, 2025

La vida cotidiana en una prisión imaginaria de Estados Unidos centra Pink Cadillac Man: El penal Federal de gran seguridad de El Secadero funciona con los automatismos de un campamento de instrucción militar, o al menos eso es lo que le gustaría a la alcaldesa Love y los scouts que le bailan el agua. La novela del zaragozano Domingo Alberto Martínez, premio Alfonso Sancho Saiz del Ayuntamiento de Jaén, entra dentro del género negro subgénero carcelario. La penitencia de los Estados Unidos de El Secadero es una prisión federal de alta seguridad para reclusos masculinos en el corazón de Coyote Flats, al noroeste de la Riviere. Y a ella va a parar Robinson Sánchez, un cubano condenado por homicidio: La primera noche que pasé en el penal empapé la cobija de puro miedo.

Domingo Alberto Martínez (Zaragoza, 1977), colaborador habitual de revistas digitales y páginas web de literatura como Mercurio, Zenda, Plaza Nueva, Wall Street International o The Barcelona Review, desmenuza la vida entre rejas, sus rituales — Los guardias les inspeccionan el interior de la boca con una linterna médica—, sus reyertas extremadamente violentas, el ambiente sórdido de los que han perdido la libertad, la promiscuidad racial, las fluctuaciones de poder que se establecen en ese centro penitenciario. El patio se convierte en un ejercicio de tiro con rifle a cien yardas. Los puntitos de las miras láser revolotean como moscardones alrededor de la mesa, se juntan en la cabeza de Parrish. Los guardias llegan en tropel, tropezando entre ellos.

Hay violencia extrema entre esos reclusos enjaulados como fieras que se devoran entre ellos: Se cargaron a un preso ¡no! ¿cómo? Su compañero afiló el cepillo de dientes y se lo metió por la oreja. Roncaba mucho, explica. Limpia todo la sangre y los trozos de sesos y deja el cuerpo en la cama para la revista. Y, cómo no, reina el miedo en esa jungla en la que se impone la ley del más fuerte: Le tienes miedo a los bolígrafos con hojas de afeitar y a los peines afilados, a que alguien de repente te hinque uno en las costillas, y al indio pendejo que te colgó la X cuando le cagaste la madre. Un miedo del que no se libran ni los guardianes de ese zoológico humano: Los aguaciles recién desembalados le tienen miedo a los cabezas rapadas del patio, esos forzudos pintados con cruces gamadas hasta las pestañas y los blandengues dan diente con diente.

Pink Cadillas Man es, también, un muestrario literario de realismo sucio: Es conveniente masticar la comida con cuidado y dejar a un lado los escrúpulos porque hay tropezones para todos los gustos, desde trocitos de cristal y alambres del estropajo metálico hasta insectos muertos, gusanos, moscas de la fruta, cacas de rata pasando por algún que otro ingrediente inesperado, como las uñas del vigilante. O esta descripción sórdida de las prostitutas nocturnas que parece sacada de Taxi Driver: Es la hora en que se encienden las farolas, la hora de las prostitutas pintarrajeadas como payasos borrachos y los tobillos hinchados por los tacones, las putas tristes de pantorrillas doloridas.

Por esa novela coral circulan un sinfín de personajes, muchos siniestros —Messer cortaba los cuerpos de sus víctimas en trozos menudos, los muslos, los brazos, deshuesada la carne y la trituraba, hacía hamburguesas, albóndigas, tortas de carne, las freía y lo que no se comía en ese momento, lo guardaba en el congelador. Entre sus vecinos pasaba por un vegetariano estricto—, algunos grotescos, otros tristes, que el autor describe de forma precisa: Hay que andarse con ojo con Parrish, el negro que se miró en el espejo y ve a Lenny Kravitz solo que un poco más blanco. El resto de los presos lo llama Mariah Carey por el color de su piel y porque actúa como si encabezará la Billboard Hot 100, la lista de éxitos. Es, en esto de las descripciones físicas, un verdadero maestro Domingo Alberto Martínez que siempre mete una cuña humorística en los detalles físicos: A Dolly lo llaman así por la Parton, porque conoces todos sus éxitos y los suele andar canturreando. Sobre los hombros y el cuello robustos se alza un capitel de granito, la barba espesa y roja, el cuerpo es una lámina de la musculatura humana, un mural cubierto de runas y hachas vikingas, cenefas, figuras geométricas.

La primera: que en el país de la libertad haya más cárceles que universidades. Es vergonzoso y hay que decirlo. La novela es una crítica feroz al sistema penitenciario norteamericano —La mayoría de la gente trata mejor a sus tarántulas de compañía de lo que tratamos en este país a los presos—, a la popular pena de muerte que forma parte del ADN del país como la Coca-Cola de su dieta —Y las farmacias hacen lo posible para escurrir el bulto. A nadie le gusta que lo relacionen con la pena de muerte. Mala imagen de marca. Lápiz en mano, al penal le sale más a cuenta la barbacoa—, a la brutalidad de ese castigo bíblico: ¿Y si le salen los ojos de las cuencas? Los ojos ardiendo como teas, ¡oh Dios mío! ¿Y si la frente empieza a humear y le explota la cabeza?

Pero Pink Cadillac Flamingo es, sobre todo, un artefacto literario libérrimo, quizá no una novela en sentido estricto —Esto no es una novela, es el título de un libro anteriormente editado también por West Indies— en la que el autor experimenta constantemente con el lenguaje, juega con él, obtiene, de su retorcimiento imágenes brillantes literariamente hablando —Mientras la noche de la ciudad, esa gorda y perezosa anaconda los sigue y los acaricia, los envuelve con sus anillos de humo—, metáforas atrevidas —Sus palabras eran como cucharadas de caldo espeso y caliente / Los murciélagos chillan, azules de humo./ La tierra es fresca y fragante, acaba de llover, es un lagarto con ojos de piedra, un beso de azúcar./ Tengo el cuerpo pesado, la carne me gotea como si fuera de cera— juega constantemente con las onomatopeyas —Quince horas de yes, sir, no, sir y el cric crac de las esposas. / El radio despertador chilla, ñieeek-ñieeek-ñieeek. / El cielo está despejado, como la frente de Kojak ¡bang! —y exhibe un sentido del humor tan negro como surrealista: Cuando Sony echa pie a la acera, el veterano está roncando abrazado a una boca de incendios, satisfecho como una ladilla en un burdel de Saigón.

En su demonización del imperio americano se atreve el zaragozano a criticar, vilipendiar, su joya de la corona, la ciudad más liberal y abierta de ese país que sufre en la actualidad sus contradicciones: Nueva York es la ciudad más sucia de América y en cuanto al olor, poco tiene que envidiar a las megalópolis más nauseabundas de la India. Apesta a costillas demasiado hechas y vapor de alcantarilla, a patatas fritas con quitaesmalte y sopa de almejas en descomposición.

Todo un despliegue literario, a veces excesivo por su ruido, que se salta las convenciones del hilo narrativo y opta por el mosaico de piezas y la sonoridad del fraseado siempre dispuesto a impactar en el lector. Hay mucho escepticismo y pesimismo existencial en sus casi cuatrocientas páginas, desconfianza en la humanidad: Vivimos en un mundo en el que el gasolinero más zoquete está convencido de que los extraterrestres construyeron las pirámides de Egipto y que a JFK lo mató, qué s yo, Fu-Manchú. Cienciología, terraplanistas, antivacunas.

 Pink Cadillac Man trasciende el corsé de la novela negra, subgénero carcelario, para convertirse en un alegato de creación literaria que, a veces, se pierde en su propia desmesura, en ese barroquismo del que hace gala de principio a fin y no siempre es fácil de seguir. ¿Literaria? Sin ninguna duda, y original, algo que es infrecuente.

La vida cotidiana en una prisión imaginaria de Estados Unidos centra Pink Cadillac Man: El penal Federal de gran seguridad de El Secadero funciona con los automatismos de un campamento de instrucción militar, o al menos eso es lo que le gustaría a la alcaldesa Love y los scouts que le bailan el agua. La novela del zaragozano Domingo Alberto Martínez, premio Alfonso Sancho Saiz del Ayuntamiento de Jaén, entra dentro del género negro subgénero carcelario. La penitencia de los Estados Unidos de El Secadero es una prisión federal de alta seguridad para reclusos masculinos en el corazón de Coyote Flats, al noroeste de la Riviere. Y a ella va a parar Robinson Sánchez, un cubano condenado por homicidio: La primera noche que pasé en el penal empapé la cobija de puro miedo.

Domingo Alberto Martínez (Zaragoza, 1977), colaborador habitual de revistas digitales y páginas web de literatura como Mercurio, Zenda, Plaza Nueva, Wall Street International o The Barcelona Review, desmenuza la vida entre rejas, sus rituales — Los guardias les inspeccionan el interior de la boca con una linterna médica—, sus reyertas extremadamente violentas, el ambiente sórdido de los que han perdido la libertad, la promiscuidad racial, las fluctuaciones de poder que se establecen en ese centro penitenciario. El patio se convierte en un ejercicio de tiro con rifle a cien yardas. Los puntitos de las miras láser revolotean como moscardones alrededor de la mesa, se juntan en la cabeza de Parrish. Los guardias llegan en tropel, tropezando entre ellos.

Hay violencia extrema entre esos reclusos enjaulados como fieras que se devoran entre ellos: Se cargaron a un preso ¡no! ¿cómo? Su compañero afiló el cepillo de dientes y se lo metió por la oreja. Roncaba mucho, explica. Limpia todo la sangre y los trozos de sesos y deja el cuerpo en la cama para la revista. Y, cómo no, reina el miedo en esa jungla en la que se impone la ley del más fuerte: Le tienes miedo a los bolígrafos con hojas de afeitar y a los peines afilados, a que alguien de repente te hinque uno en las costillas, y al indio pendejo que te colgó la X cuando le cagaste la madre. Un miedo del que no se libran ni los guardianes de ese zoológico humano: Los aguaciles recién desembalados le tienen miedo a los cabezas rapadas del patio, esos forzudos pintados con cruces gamadas hasta las pestañas y los blandengues dan diente con diente.

Pink Cadillas Man es, también, un muestrario literario de realismo sucio: Es conveniente masticar la comida con cuidado y dejar a un lado los escrúpulos porque hay tropezones para todos los gustos, desde trocitos de cristal y alambres del estropajo metálico hasta insectos muertos, gusanos, moscas de la fruta, cacas de rata pasando por algún que otro ingrediente inesperado, como las uñas del vigilante. O esta descripción sórdida de las prostitutas nocturnas que parece sacada de Taxi Driver: Es la hora en que se encienden las farolas, la hora de las prostitutas pintarrajeadas como payasos borrachos y los tobillos hinchados por los tacones, las putas tristes de pantorrillas doloridas.

Por esa novela coral circulan un sinfín de personajes, muchos siniestros —Messer cortaba los cuerpos de sus víctimas en trozos menudos, los muslos, los brazos, deshuesada la carne y la trituraba, hacía hamburguesas, albóndigas, tortas de carne, las freía y lo que no se comía en ese momento, lo guardaba en el congelador. Entre sus vecinos pasaba por un vegetariano estricto—, algunos grotescos, otros tristes, que el autor describe de forma precisa: Hay que andarse con ojo con Parrish, el negro que se miró en el espejo y ve a Lenny Kravitz solo que un poco más blanco. El resto de los presos lo llama Mariah Carey por el color de su piel y porque actúa como si encabezará la Billboard Hot 100, la lista de éxitos. Es, en esto de las descripciones físicas, un verdadero maestro Domingo Alberto Martínez que siempre mete una cuña humorística en los detalles físicos: A Dolly lo llaman así por la Parton, porque conoces todos sus éxitos y los suele andar canturreando. Sobre los hombros y el cuello robustos se alza un capitel de granito, la barba espesa y roja, el cuerpo es una lámina de la musculatura humana, un mural cubierto de runas y hachas vikingas, cenefas, figuras geométricas.

La primera: que en el país de la libertad haya más cárceles que universidades. Es vergonzoso y hay que decirlo. La novela es una crítica feroz al sistema penitenciario norteamericano —La mayoría de la gente trata mejor a sus tarántulas de compañía de lo que tratamos en este país a los presos—, a la popular pena de muerte que forma parte del ADN del país como la Coca-Cola de su dieta —Y las farmacias hacen lo posible para escurrir el bulto. A nadie le gusta que lo relacionen con la pena de muerte. Mala imagen de marca. Lápiz en mano, al penal le sale más a cuenta la barbacoa—, a la brutalidad de ese castigo bíblico: ¿Y si le salen los ojos de las cuencas? Los ojos ardiendo como teas, ¡oh Dios mío! ¿Y si la frente empieza a humear y le explota la cabeza?

Pero Pink Cadillac Flamingo es, sobre todo, un artefacto literario libérrimo, quizá no una novela en sentido estricto —Esto no es una novela, es el título de un libro anteriormente editado también por West Indies— en la que el autor experimenta constantemente con el lenguaje, juega con él, obtiene, de su retorcimiento imágenes brillantes literariamente hablando —Mientras la noche de la ciudad, esa gorda y perezosa anaconda los sigue y los acaricia, los envuelve con sus anillos de humo—, metáforas atrevidas —Sus palabras eran como cucharadas de caldo espeso y caliente / Los murciélagos chillan, azules de humo./ La tierra es fresca y fragante, acaba de llover, es un lagarto con ojos de piedra, un beso de azúcar./ Tengo el cuerpo pesado, la carne me gotea como si fuera de cera— juega constantemente con las onomatopeyas —Quince horas de yes, sir, no, sir y el cric crac de las esposas. / El radio despertador chilla, ñieeek-ñieeek-ñieeek. / El cielo está despejado, como la frente de Kojak ¡bang! —y exhibe un sentido del humor tan negro como surrealista: Cuando Sony echa pie a la acera, el veterano está roncando abrazado a una boca de incendios, satisfecho como una ladilla en un burdel de Saigón.

En su demonización del imperio americano se atreve el zaragozano a criticar, vilipendiar, su joya de la corona, la ciudad más liberal y abierta de ese país que sufre en la actualidad sus contradicciones: Nueva York es la ciudad más sucia de América y en cuanto al olor, poco tiene que envidiar a las megalópolis más nauseabundas de la India. Apesta a costillas demasiado hechas y vapor de alcantarilla, a patatas fritas con quitaesmalte y sopa de almejas en descomposición.

Todo un despliegue literario, a veces excesivo por su ruido, que se salta las convenciones del hilo narrativo y opta por el mosaico de piezas y la sonoridad del fraseado siempre dispuesto a impactar en el lector. Hay mucho escepticismo y pesimismo existencial en sus casi cuatrocientas páginas, desconfianza en la humanidad: Vivimos en un mundo en el que el gasolinero más zoquete está convencido de que los extraterrestres construyeron las pirámides de Egipto y que a JFK lo mató, qué s yo, Fu-Manchú. Cienciología, terraplanistas, antivacunas.

 Pink Cadillac Man trasciende el corsé de la novela negra, subgénero carcelario, para convertirse en un alegato de creación literaria que, a veces, se pierde en su propia desmesura, en ese barroquismo del que hace gala de principio a fin y no siempre es fácil de seguir. ¿Literaria? Sin ninguna duda, y original, algo que es infrecuente.

Título original: Pink Cadillac Man
Autor: Domingo Alberto Martínez
Editorial: WestIndies Editora
Género: Novela
Año publicación: 2024
Páginas: 400

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