¿Podemos?
Por Carlos Almira , 12 junio, 2014
La Constitución real de un país no es un texto legal sino la relación, más o menos institucionalizada, de fuerzas que en ese país expresa una determinada distribución del poder en la sociedad. Esta Constitución, también en el caso de España, precede a su actual ordenamiento jurídico; es muy anterior a la muerte de Franco y a la norma que fue adoptada entonces por la mayoría de los españoles.
La naturaleza de nuestra Constitución real es oligárquica: establece unos mecanismos, formales e informales, que permiten a una minoría un poder de decisión permanente sobre los asuntos que atañen a toda la sociedad. En realidad, todos los sistemas parlamentarios se apoyan, en mayor o menor medida, en Constituciones oligárquicas. Pero en nuestro caso, además, por razones históricas, esta distribución asimétrica del poder social es un obstáculo para la democratización del sistema político.
Los Partidos Políticos con representación parlamentaria en España asumen, en mayor o menor medida, la Constitución oligárquica. En tanto que instituciones que se rigen por el mismo principio (el control y la decisión de los asuntos de todos por unos pocos a su arbitrio), son parte de esa Constitución real, y una correa de transmisión, allí donde gobiernan, entre los intereses de ambas minorías (la de la organización política y la del grupo o los grupos, más o menos estructurados, que tiene en sus manos, el poder de decisión último sobre los asuntos que afectan a toda la sociedad). De ahí el carácter sistémico de fenómenos como la corrupción política en los regímenes parlamentarios.
Las últimas elecciones europeas (en las que yo me posicioné por la abstención) han puesto de manifiesto, sin embargo, que una parte de la sociedad civil en España (y en otros países de Europa donde se han celebrado), puede posicionarse contra o fuera de la Constitución oligárquica de los regímenes parlamentarios europeos. No tanto por la “pureza” de fines de las organizaciones, más o menos improvisadas, que han capitalizado ese voto (extrema derecha aparte), como por lo que este voto, inter-clasista e inter-generacional, parece expresar de descontento con dicha Constitución real.
Ante esta situación, la oligarquía o las oligarquías, en España como en los países donde se ha manifiestado este fenómeno sociológico, no pueden hoy sino sentirse amenazadas. Pondrán en marcha todo su poder político y mediático de respuesta: ridiculización, descalificación de las opciones, criminalización de sus elementos más visibles o de los actos donde esta Constitución oligárquica es cuestionada o visibilizada, etcétera. Lo que está en juego ya no son meras marcas políticas sino un sistema, un orden, una distribución histórica del poder en la sociedad.
Frente a esto, las organizaciones (políticas y ciudadanas) que han movilizado este voto descontento fuera de las tranquilas aguas del parlamentarismo oligárquico, tienen ante sí la difícil tarea de anteponer la democratización de sus Estados, y del conjunto de la U.E. a todas las pequeñas cosmovisiones, de izquierda o centro, por las que apuestan más o menos conscientemente sus colectivos y sus “líderes”. Ello, entre otras cosas, porque la sociedad civil que debe desplazar a la minoría, si se quiere democratizar los regímenes parlamentarios en Europa, es por esencia, plural.
El reto de movimientos como Podemos no es (como el de otros Partidos ya dentro de nuestro Parlamento) simplemente acabar con el “bipartidismo”, o constituirse en una fuerza bisagra, dentro de las instituciones oligárquicas existentes; sino ser, él mismo, una alternativa por su modus operandi y su programa, plural y colectivo, a la propia Constitución oligárquica donde, de momento, se insertan el resto de sus competidores.
En la medida en que lo logren, los que apostamos por la democratización de nuestras instituciones políticas y nuestra sociedad habremos, en mi opinión, de sumarnos a este proyecto, hasta que la crisis empiece a preocupar a los de arriba y a ser una esperanza para los de abajo.
Comentarios recientes