Por qué los Urdangarín no irán casi nunca a la cárcel
Por Carlos Almira , 25 marzo, 2017
¿Por qué un pequeño delincuente, un ex-toxicómano rehabilitado que cometió hace años un robo callejero, etcétera, «deben» tener, proporcionalmente, un tratamiento y un castigo penal muy superior al de los corruptos y los grandes estafadores de la política o la banca, aunque el perjuicio objetivo que hayan causado sea infinitamente menor? La creencia, la respuesta popular, es muy sencilla: el «sistema» juega a favor de los segundos, pero no de los primeros. Dicho de otra forma: los grandes delincuentes del tipo que he mencionado (que no incluye todos los grandes delitos necesariamente, por ejemplo, no incluye los actos de terrorismo, de narcotráfico a gran escala, etcétera), disponen de recursos, de abogados, de medios extra-judiciales, de los que los primeros carecen. Me viene a la memoria una cita memorable de Anatole France, a propósito de esto: «La leyes prohíben por igual, a los pobres y a los ricos, dormir bajo los puentes» («Les lois interdissent également aux pauvres et aux riches de coucher sous les ponts»).
Esta creencia corriente, con contener algo de verdad, sin embargo no ataca el fondo de la cuestión. Lo más importante, lo esencial, queda sin aclarar. Porque si los privilegiados de este mundo disponen de esos medios extraordinarios, inalcanzables para el común de los mortales, ello no obedece necesariamente a que ellos sean privilegiados, sino que podría muy bien ser al revés: que el trato de favor del que gozan, fuera la causa, y no sólo el efecto, de su situación de privilegio. Es decir, podría darse el caso de que una fuerza, una violencia oculta pudorosamente, incluso en el Estado de Derecho, explicara tales privilegios y no a la inversa. Y que por eso, tuvieran mejores abogados, medios para defenderse, en suma, una posición envidiable para delinquir.
La idea, magníficamente desarrollada y expuesta por Walter Benjamin en un ensayo titulado «Contra la violencia», de 1919, puede resumirse quizás mejor con un ejemplo sencillo: si yo robo una barra de pan, es decir, un bien necesario, imprescindible para la vida (como los puentes de Anatole France en la fría y lluviosa Francia), pongo de manifiesto un orden de cosas basado en la violencia, que consiste en que, de facto, no todos los seres humanos tienen la misma posibilidad de acceder al pan, aunque todos tengamos la misma necesidad de él. El precio del pan, y el derecho por lo tanto de acceder a él, es igual para los ricos y para los pobres. Y en este sentido, en el Estado de Derecho, porque también es un Estado de Violencia, la Ley es la misma para todos.
Walter Benjamín
Pero si yo estafo a miles de jubilados vendiéndoles preferentes, o si saqueo las arcas de un ayuntamiento, como alcalde, no pongo en evidencia el carácter violento de un orden de cosas, como en el caso de quien roba pan, o atraca a alguien para comprarse vino (¿dónde está escrito que el vino no sea necesario para la vida?), sino que me limito a utilizar ese orden de cosas en mi beneficio, o en el de otros, y entonces ¿qué mal hago a ese orden, al menos en una situación de normalidad?. Si, en este sentido, robando y estafando a lo grande, fortalezco y sanciono con mis actos, ese orden de cosas dado, que es siempre el Estado, que siempre es un orden de facto, un destino, una situación de fuerza y de poder, una Historia de vencedores y vencidos, aun cuando estos actos estén tipificados, como lo están, en el Código Penal, ¿por qué ha de caer sobre mí el peso de la ley con la misma contundencia, sean cuales sean mis abogados y mis medios para defenderme, llegado el caso, que sobre aquellos que, con sus sencillos actos delictivos, lo ponen en evidencia?
Pero eso no es todo, ni siquiera lo más importante. Lo que persigue y castiga la ley y el Derecho en quien realiza un acto de violencia sencillo y privado, de pan y vino, como los que venimos describiendo, no es el daño que tal acto produce (pues si fuera así, con todos sus abogados, los Urdangarín serían condenados a perpetuidad, por una cuestión de simple lógica, de proporcionalidad de los hechos y del daño causado, supuesto que estos sean bien establecidos). Lo que se persigue con la ley, que es madre del Destino, como decía Walter Benjamín, en el primer caso, no es tanto el acto cometido, ni la violencia en sí que lo envuelve necesariamente, sino la posibilidad que éste abre: la posibilidad de erigirse, siquiera sea a pequeña escala, en un acto fundador de Derecho, esto es, de una fuerza institucionalizada y legítima, de un Derecho y de un orden de cosas nuevos, nuevos que no necesariamente «mejores», pero sí distintos, donde los vencedores y los vencidos ya son otros.
Parafraseando a Anatole France, para terminar, podría decirse que las leyes prohíben por igual, a los pobres y a los ricos, orinar en las esquinas de las calles.
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