Relato sobre despidos
Por Sonia Aldama , 24 febrero, 2014
Mientras escribo estas líneas, alguien firma su despido. Ese momento se parece bastante a la muerte, al desamor; el duelo hay que elaborarlo despacio, pero es imprescindible hacerlo para poder recuperar la autoestima, reinventarse y regresar al mundo sin miedo a que vuelva a pasar, aunque suceda. Hoy os dejo un relato que habla sobre ese instante, tan habitual en esta época hostil.
Os animo a que nos contéis vuestra experiencia con los despidos, ficcionada o no. Otro día hablamos de encontrar trabajo, no todo van a ser derrotas.
ESTUVE CON ELLOS
El día que despidieron a la mitad de la plantilla, me quedé para acompañar a los trabajadores.
La oficina estaba triste, podía sentir el frío en sus caras a pesar del calor de un julio inolvidable. Éramos doce, todos sentados delante del ordenador como cualquier día de trabajo, aunque solo esperaban el correo mal redactado indicándoles que había llegado la hora, su hora. Debían recoger todo el material de oficina y entregarlo en el despacho de dirección. Nadie subió ni un papel, hacía horas que estaban todos en las papeleras.
Yo estaba con ellos, le dije a Paco que borrara la documentación de su ordenador, me miró desafiante, pero lo hizo. Elena estaba sentada en el puesto del coordinador, autoretratándose con su móvil, este puesto me sienta bien, decía irónica. Marcos se rascaba la calva, estaba muy nervioso y refunfuñaba que nadie había hecho nada por evitarlo. Pero yo estaba con ellos, les dí el teléfono del abogado, les expliqué cómo fue la reunión con los jefes, les dije que había hecho todo lo posible, pero que los despidos eran inevitables.
Marta subió la primera, la acompañé al ascensor y se secó las lágrimas con papel higiénico, un mal día para olvidar el pañuelo, le dije, pero no sonrió. Sus ojos tenían una expresión desesperada y tal vez ingenua, Marta fue una de las que no creía que la iban a despedir, se pasó los últimos meses trabajando a destajo, no hizo ni una huelga, no quería ver lo que ya les advertí, era inevitable.
En el despacho no había nadie, solo un papel sobre la mesa que sentenciaba que había llegado el final. El director entró con la camisa impoluta, llevaba hasta gemelos de oro el cabrón. Ella no dijo nada, agachó la cabeza, firmó y nos fuimos hacia las escaleras. El camino más largo para llegar por última vez a la oficina.
Yo estuve con ellos, subí con cada uno de mis colegas, les acompañé hasta el final, no entiendo aún la expresión de sus caras, como si no entendieran que no se podía hacer nada.
Los sindicalistas no servís para nada, repetía Sara en el ascensor cuando subimos al despacho, ella era la última, no lloraba, su gesto era brusco, miró con desprecio al director, firmó con un “no conforme” tan grande que casi se salió del folio manchado de humillación. Salió furibunda, dando un portazo, me dejó atrás, pero no bajó las escaleras, se quedó esperando a que se abrieran las puertas del ascensor. No me hables, repetía. Esto se ha acabado.
Sara hizo todas las huelgas, llevaba cada miércoles una camiseta con un árbol cortado y la frase “no a la tala”. No perdió el sentido del humor hasta ese día, cuando ya no se podía hacer nada.
Me quedé solo en la oficina, mirando por el ventanal que daba a la terraza instalada en el bar de siempre. Podían haber ido a cualquier parte, pero se quedaron todos apenas a unos metros de nuestra oficina, festejaban la desgracia, bebían cervezas, una tras otra, primero serios, en silencio, una hora después alegres, ya casi al anochecer, abrazándose en una larga despedida, con lágrimas, frases, supongo, de: tenías razón, no supimos verlo, nosotros tampoco hicimos nada.
Me quedé hasta que el guardia de seguridad entró a buscarme, la terraza ya estaba vacía, pero me senté en la mesa donde mis compañeros habían bebido cerveza, pedí una copa de tinto, el vino blanco sienta mejor con estas temperaturas, me dijo el camarero, pero quería tinto, aunque el color me recordó a la sangre cuando salta a borbotones del pecho tras un disparo y mi cabeza regresó sobre los mismos pensamientos, pero es que no pude hacer nada, era inevitable.
La mañana siguiente fue triste en la oficina, solo quedábamos los sindicalistas, les reproché que dejaran solos a los compañeros la tarde anterior, que no fueran capaces de acompañarlos en su desgracia, porque yo estuve con ellos, hasta el final, no les dejé solos. Ni me miraron, posiblemente tampoco estaban escuchando mis lamentos.
La oficina estaba hueca, aunque los que quedaban por allí seguían con la cantinela de siempre: hace frío, cojones, escupió García; pero yo sudaba tanto que las gotas caían por mi frente, despacio, densas, no sé por qué pero olía distinto, llevo años pensando a qué; hoy y ya han pasado cuatro julios, puedo asegurar que en aquella oficina olía a sangre.
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