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Relatos de Oficina 3

Por Sonia Aldama , 10 abril, 2014

 

Autor: Quino

Autor: Quino

 

José Carlos Castellanos firma hoy el tercer capítulo de las Historias del Satélite.

EN LA OFICINA (III)

Juan Carlos estaba sentado en su sitio, con unas cuantas cartas comerciales sobre la mesa, fingiendo que trabajaba. En realidad, lamentaba su pelo largo perdido. La Caponati le había dado un ultimátum: o se cortaba el pelo, o a la calle. Juan Carlos lo había meditado largamente, pero justo cuando había decidido que se iba, se enteró de que le había tocado el piso de protección oficial. Ahora no podía prescindir de su sueldo. Así que fue al peluquero del barrio, que llevaba años detrás de su melena, y se cortó el pelo. Lo recogió todo, lo envolvió en papel y se lo llevó a casa. Lo guardó en una urna, como si fueran las cenizas de algún familiar fallecido.

Sofía se había ido al servicio, y la humareda que se escapaba por la puerta atestiguaba que estaba de los nervios. Sólo llevaba dos meses allí, pero se había alegrado increíblemente al creer que la Caponati la había palmado. No podía imaginar cómo era posible que sus compañeros la hubiesen aguantado durante años. Pero Sofía tenía una carta que jugar. Era una pedazo de sindicalista de aquí te espero, y a partir de ese momento se iba a esforzar para meterle un pleito a la empresa de tres pares de narices. Sofía cruzó los dedos mientras expulsaba lentamente el humo, y sonrió. No sabía la Caponati con quién se estaba jugando los cuartos.

Irma estaba comiendo pipas convulsivamente. Tenía oculto junto a su mesa un saco de seis kilos, y estaba a punto de terminarlo. Aún así, el stress al que estaba sometida era tan grande, que no había engordado nada. La bilis se le revolvía dentro al pensar que la maldita Caponati se había escapado de la trampa que le habían tendido. Irma era la más antigua, la que llevaba más años aguantando a la jefa. Había cogido el hábito de comer pipas la primera vez que la Caponati le había dicho que no iba a subirle el sueldo, que ese año no era posible porque los clientes querían una empresa eficaz y solvente, y si se gastaban el dinero en salarios, las cuentas no salían. De aquello hacía siete años. Irma se puso a pelar pipas como una loca, para no mandar al infierno a la jefa, y ya de paso mentarle al padre, la madre, y todos los hermanos.

Belén estaba en su mesa. Ni siquiera se había tomado el trabajo de encender el ordenador. Sabía lo que iba a pasar. Y no se equivocaba.

– ¡¡Begoña!! – oyó que la llamaba la Caponati.

– Me llamo Belén – dijo, mientras se acercaba. Llevaba seis años repitiéndoselo.

– Ah, sí; eso, Belén – rió la Caponati- Tienes que llamar a unos cuantos clientes, para decirles que no aceptamos sus propuestas, y que nos tienen que dar inmediatamente el dinero que nos deben.

A Belén se le fue el alma a los pies. El taco de llamadas que le pasó la Caponati iba a llevarle el día entero. Se sentó al teléfono, y observó cómo su jefa la miraba con una sonrisa de oreja a oreja. Aquella tía era una sádica. Belén endureció la mirada. Aquello tenía que terminar. «O ella, o yo», pensó. A la hora de la comida, que la Caponati retrasó hasta las cuatro de la tarde alegando que habían venido a las tantas, Juan Carlos, Sofía, Irma y Belén se encontraron en el bar de enfrente. Los cuatro se miraron, y aquel instante todos supieron lo que pensaban los demás. «Si a la primera no lo consigues» se leyeron el pensamiento «inténtalo de nuevo».

Mientras tanto, desde la ventana, la Caponati vio cómo sus compañeros entraban en el bar, hablando con mucha animación. «Que se confíen» se dijo «no saben lo que se les va a venir encima». Y sonrió malévolamente.

José Carlos Castellanos

 

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