Robin Williams: arma de auto destrucción
Por Emilio Calle , 12 agosto, 2014
Apenas habían pasado unas horas desde que se conociera la muerte de Robin Williams, y al igual que ocurrió con Phillip Seymour Hoffman, otro genio (y en ambos casos el adjetivo es incuestionable) que falleció el pasado febrero a causa de una sobredosis, los moralistas de turno no han tardado en empezar a llevar su trabajo de demolición, y ya se habla de su adicción a las drogas, se barajan distintas versiones sobre por qué se mató realmente, se cuestionan motivos que muy pocos deben conocer, se apresuran en ensombrecer a un hombre único, encantados de seguir alimentando la leyenda negra de ese Hollywood lleno de izquierdistas, homosexuales y drogadictos, que así pagan sus pecados y excesos. Pero para aquellos que hemos seguido su vida tanto como su obra (pues ambas eran excepcionales), la noticia de que Robin Williams estaba muerto sólo certificaba lo solos que nos toca vivir a partir de ahora. Y cuánto necesitamos lo que nos entregaba. Uno de los cómicos que más admiración despertaba en Robin Williams, Lord Buckley (cuya única nobleza residía en ser un gran humorista), aseguraba que “somos todos demasiado cuerdos, demasiado serios, estamos demasiado preocupados, así que me gusta introducir en los espectadores cierta locura en sus vidas, en sus mentes, para que cuando se vayan sepan que la locura es buena”. ¿Quién nos la regalará ahora?
Nacido en Chicago, con una infancia solitaria marcada por la tensa relación con su padre, Williams terminó sus estudios (tras los cuales, en esa costumbre tan estadounidense de opinar, Robin fue calificado en el libro de graduación como “el alumno con menos posibilidades de triunfar”) encontró en las clases de teatro un territorio donde desplegar esos talentos que había ido perfeccionando en la soledad de su habitación. Muy pronto se hizo un verdadero adicto al directo (y jamás pudo librarse de ello, pese a todas las adicciones contra las que luchó) y comenzó a actuar en clubes, desplegando un poder creativo desconocido hasta ese momento, que pese a lo desconcertante y arrollador que resultaba, conectaba con el público de las salas. Por aquel entonces, el productor Gerry Marshall buscaba un actor lo suficientemente excéntrico como para encarnar a un extraterrestre en su serie “Happy Days” (el programas más visto en la televisión en ese momento). Renuente al saber que el cómico del que le hablaban apenas salía de aquellas pequeñas salas, Marshall terminó accediendo a ver su actuación. No sólo había encontrado lo que buscaba. Robin Williams y su explosiva e imprevisible recreación de un extraterrestre enviado a estudiar nuestro comportamiento se ganó de inmediato una serie propia, “Mork & Mindy”, emitida durante cuatro años (1978-1982) y que reportaron al actor (y a una forma inédita de abordar el humor) una popularidad que ha durado hasta el día de su muerte, pues solía contar que todavía, cuando alguien le pedía un autógrafo, algunos se acercaban al oído y le susurraba: por favor, señor Williams, ¿no le importa fírmalo como Mork?
El éxito hizo que de inmediato la industria del cine se interesase por él (aunque antes de su papel en la serie interviniese como secundario en una película olvidada). Y frente a otros humoristas que luchan durante años hasta demostrar (si es que lo logran) que son buenos actores (como si los cómicos fueran intérpretes menores, cuando, como ya lo recitara Peter O´toole, “morir es fácil; la comedia es difícil»), Williams es reclamado por Robert Altman para la adaptación de “Popeye” a la gran pantalla. Musical inclasificable (a la extraña decisión de asignar el proyecto a Altman, a un reparto casi calcado de las viñetas, hubo que unir la inesperada selección de compositor Harry Nilson para que se encargara de las canciones, y su trabajo es tan arriesgado que casi parece más propio de un espectáculo experimental), «Popeye» fue un fracaso en taquilla, y ni siquiera el tiempo ha hecho más placentero su visionado (si es que uno tiene la suerte de cruzarse con ella). Robin Williams no pudo ser más fiel al personaje original, pero toda la extravagancia que se desplegaba en el metraje era poca cancha para un intérprete que sólo se siente a gusto cuando cruza los límites. Pocos actores han visto reflejado en el resultado de una película todo cuanto hayan podido improvisar durante el rodaje. Robin Williams es justo el caso contrario. Varias de sus títulos más famosos contienen montajes de su ilimitada capacidad para improvisar como “Good morning, Vietnam” o “Señora Doubtfire, papá de por vida”. Hay muchas y muy distintas definiciones que intentan explicar dónde residía el genio de Williams, pero todas coinciden en un mismo rasgo: Robin Williams era capaz de hablar, gesticular o moverse a tanta o más velocidad que su propio pensamiento, algo en teoría imposible. Sirva como muestra este ejemplo, tomado de las muchas leyendas que se cuentan en torno a su trabajo: cuando fue llamado para doblar al personaje del Genio en “Aladino” (John Musker, Ron Clements, 1982) le entregaron un guión perfectamente establecido para sincronizar las voces con lo que decían los personajes animados. Terminada la sesión, Robin les pidió si podía probar un par de cosas (le obsesionaba, según sus propias palabras, “crear siempre algo diferente”). El resultado de aquellas sesiones se convirtieron en más 60 horas de grabaciones, donde Williams llegó a poner voces hasta a 52 personajes diferentes (muchas imitaciones, pero la mayoría fruto de sus increíbles reflejos mentales), hasta que las obscenidades, gamberradas y salidas de tono del cómico obligaron a los directivos de Disney a ponerle freno al desenfreno. Todas las escenas donde salía el genio tuvieron que ser remodeladas para darle cabida al torrente imaginativo de Williams. Él no se adaptó a las exigencias. Fueron las exigencias las que tuvieron que rendirse a su talento. Los Globos de Oro tuvieron que inventarse un premio (mejor doblaje) porque de algún modo había que destacar esa manera de amar el cine, esa capacidad de compromiso.
Williams no ha sido uno de esos cómicos que han tenido que pasar por un largo periodo de comedias más o menos insufribles, sin dejar de buscar ese papel que demostrara que podían también ser actores serios, para con suerte encontrar finalmente una o dos películas donde probarlo. Han sido incontables las veces que he leído, ante un nuevo estreno de Williams, que el actor había cambiado su habitual registro cómico para mostrar uno más dramático. Pero no es cierto. Basta repasar muy por encima su filmografía para descubrir que su versatilidad responde a su inagotable apetito creativo. A mayor reto, Williams respondía aportando su capacidad para el prodigio. Ya en 1984 rodaba con Paul Mazursky la injustamente olvidada “Un ruso en Nueva York”, demostrando que era un actor que podía calar tan hondo como quisiera. Y por si fuera poco, alcanzó muy pronto su prestigio con tres títulos que no son precisamente el alma de la comedia: “Good Morning, Vietnam”, “El club de los poetas muertos” (donde el choque entre esos dos genios que son Peter Weir y el propio Williams no podía dar otro fruto que no fuera una película mítica que aún hoy en día se cita y se recuerda como si la acabasen de estrenar) y “Despertares”, y ahí le tocaba ponerse serio en frente del mismísimo Robert de Niro. Siempre se mantuvo a buen resguardo de ser encasillado. Si rodaba “Hook” para Spielberg, se embarcaba de inmediato en la imaginación única de Terry Gilliam y junto a Jeff Bridges se desgarraba el alma para ese dibujar ese retrato escalofriante sobre la locura que se llamó “El rey pescador”. Si tocaba volver a Disney para intentar darle algo de credibilidad a “Flubber” (más muñecos para vender con un anuncio de hora y media), pasaba directamente a interpretar a profesor de filosofía en “El indomable Will Hunting” de Gus Van Sant, que le llevó a ganar un Oscar como actor secundario. Solo en los últimos años, y como le ha sucedido a otros grandes actores debido a la anemia creativa del cine actual, se vio abocado a papeles en comedias tan olvidables como tanto material de usar y tirar que se estrena en nuestras pantallas.
Pero, con mucha diferencia, donde Williams dio muestras de su infinita variedad de registros, fue sobre el escenario. Desde pequeños clubes hasta abarrotar el Metropolitan Opera House, pues logró ser el primer cómico que actuaba en tan insigne lugar, el cual llenó con sus salidas de tono, sus incorrecciones políticas, su humor sin sentido, o dando más muestras de su ingenio sin importar la deriva que tomase el espectáculo. En ellos perfeccionó la que se convirtió en su seña de identidad, la huella que nadie podrá falsificar y que seguirá siendo única: la falta de transición entre chistes o gags. Si uno rescata alguno de sus muchos espectáculos no tardará en quedar absolutamente inundado por el empuje de Williams, libre por completo de cualquier hilo que una el discurso. La pericia del hipnotizador. Sólo los hermanos Marx lograron traspasar esas barreras, y su humor fue calificado de caótico, cuando era el resultado de mucho años y miles de funciones en teatros de mala muerte o de primera división, donde perfeccionaron milimétricamente su ideario sobre el humor, como Williams llegó a perfeccionar algo que parece imposible de domesticar: la improvisación. Billy Crystal (quien junto a Whoopi Goldber y al propio Williams, formó un grupo que improvisaba sin desmayo en pequeños locales hasta hace muy pocos años) aseguraba que jamás había conocido a nadie con la capacidad creativa de Robin Williams, y que por muy lejos que los demás fuesen, Williams iba dos pasos por delante, o duplicaba la dificultad y los aprietos en los que llegaban a meterse con tal de jugar sin reglas, saliendo de forma brillante de cada callejón sin salida. Anoche, James Lapine (gurú de la crítica estadounidense y activo directivo en la Escuela del Método) apareció en un programa televisivo simplemente para recodar algo mágico que sucedió en una de sus entrevistas a leyendas del cine y del teatro que él mismo conduce, y que no son sino una clase para los alumnos del Actor’s Studio que son grabadas para estudiantes venideros. En el año 2001 el invitado era Robin Williams. Y todos los que asistieron aun no dan crédito a lo que sucedió. Durante más de cinco horas (sí, cinco horas), y hasta ahora sólo hemos podido ver uno de los montajes más largos de esa serie de entrevistas (casi una hora y media) que el señor Lapine tuvo el gusto de compartir, Robin Williams despliega cada una de sus sus herramientas para enseñar todas sus cartas frente a alumnos que buscan ser actores, y lo que se suponía una serie de preguntas y respuestas terminó convertido en uno de los recitales más divertidos, absurdos, sinceros y originales que uno pueda ver.
Otro teórico del cine, Sacha Guitry, escribió que “puedes fingir con éxito que eres serio, pero jamás podrás fingir que eres divertido. Robin Williams nunca tuvo que fingirlo. Al igual que la riqueza de su alma quedó marcada en cada una de sus acciones como ser humano (y no hay quien no haya exaltado su excepcionalidad en eso), siempre trabajó con cuanto material se cruzase en su camino o en su pensamiento para llevarnos hasta la risa, y a su gran aliada, la reflexión.
El último gran show que hizo frente a una gran audiencia se llamó “Armas de auto destrucción”. Que cada cual saque sus conclusiones de cómo fue su vida como cómico analizando ese título.
Solo cabe esperar que su nombre y su misterio no se queden reducidos ahora a una muerte no natural, donde especuladores y carroñeros amarillistas se unan para ocultar su verdadero legado. No sería justo ni para él, ni para nadie. No es el trato que merece un hombre que tanto nos ha hecho sentir y reír, aunque ahora solo podamos llorar por su maldita ausencia.
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