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«The Brutalist», de Brady Corbet

Por José Luis Muñoz , 2 febrero, 2025

Lo mejor que se puede decir de The Brutalist es que es un clásico moderno recién salido del huevo. Huele a él desde el minuto uno. Sí, como lo oyen. Su joven director Brady Corbet (Scottsdale, 1988), el psicópata gordito de Funny Games de Michael Haneke, rueda como los directores de antaño, los que hicieron grande el cine estadounidense, y construye una historia épica en torno a su personaje principal, el arquitecto húngaro László Toth (un superlativo Adrian Brody que huele a Oscar) que llega al Nuevo Mundo en busca de construir una vida que la vieja Europa le niega tras haber masacrado a buena parte de su etnia, la judía, en los campos del exterminio del III Reich. Pero no es una película sobre el Holocausto ahora que se cumplen el ochenta aniversario de la liberación de Auschwitz por el ejército soviético, aunque sobrevuela por sus casi ciento ochenta minutos.

The Brutalist es también una historia de arquitectura (László Toth, que podría ser un personaje real, se educó en la Bauhaus, dejó escuelas y bibliotecas en su Budapest natal) y de un proyecto faraónico que le encarga el tiránico y caprichoso multimillonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce, otro actor que suena para Oscar), su mecenas que lo saca de picar carbón en Pensilvania tras haberlo despedido con cajas destempladas de su casa palaciega cuando remodelaba su librería por capricho de su hijo Harry Lee (Joe Alwyn): la edificación de un complejo arquitectónico que incluye oratorio, gimnasio, sala de convenciones y biblioteca en la cima de una colina y en honor a la madre fallecida del magnate. La construcción de ese proyecto, inacabable y megalómano, se verá plagado de dificultades —un tren que lleva enormes vigas de hormigón descarrila en una de las impactantes secuencias del film— por la tacañería de su promotor y mecenas (hay que abaratar costes) y una serie de incidentes que jalonan su tortuoso camino: László Toth enfrentado al jefe de obras.

The Brutalist, entre líneas, habla de la falsedad del sueño americano, de esa sociedad despiadada y competitiva, racista, clasista, insolidaria, de la emigración, tema tan candente en esta era del cesarismo trumpista (la imagen que recibe al emigrante húngaro a su llegada a Nueva York es la estatua de la libertad invertida) y del valor de la arquitectura —los volúmenes, los espacios, los vacíos, los materiales— como reflejo de la sociedad y su momento. Y está presente, aunque no haya ninguna imagen de él, el Holocausto y la tortura de seres humanos a manos de ese racionalismo alemán supremacista que degeneró en el nazismo, porque tanto László Toth como su frágil y enferma esposa Erzsébet (Felicity Jones), a la que consigue traer a Estados Unidos después de muchos años de acabada la guerra, sobrevivieron a los campos de exterminio del III Reich aunque con heridas físicas y mentales importantes.

La película es larga, pero no lo parece, vuela ante los ojos del espectador. Brady Corbet, que resucita después de sesenta años en desuso la VistaVisión con efectos visuales sorprendentes, consigue que empaticemos desde el minuto cero con su historia y su protagonista, rueda muy bien metiendo al espectador en escena —ese baile turbio y triangular entre Attila (Alessandro Nivola), el amigo que lo acoge y lo aloja en la trastienda de su almacén de muebles a su llegada, y su esposa (Emma Laird) que remite a la promiscuidad sexual de las películas de Bernardo Bertolucci de Novecento o Soñadores—, crea atmósferas, a veces malsanas —la fiesta en las canteras de Carrara, neorrealismo italiano trufado con onirismo felliniano—, saca un partido extraordinario a los efectos sonoros, sencillamente extraordinarios, mantiene el pulso narrativo durante esas tres horas de proyección aunque en la segunda parte baje el tono, cuando arquitecto y mecenas viajan a Italia para seleccionar un bloque de mármol blanco y meta con fórceps allí una de las escenas más controvertidas de la película, quizá innecesaria por su subrayado.

Adrian Brody vuelve al personaje torturado de El pianista (confiesa el actor no haber podido volver a ver la película de Roman Polanski), a hacer gala de intensidad dramática cuando grita y llora, convincente impostando un acento eslavo en toda la película, que nos hace estremecer con su fragilidad y dolor porque se intuye que en el campo de Mauthausen, en donde estuvo recluido, fue humillado y mutilado.

Recién llegado a Nueva York, cuando es un emigrante sin futuro y vive de la caridad de su amigo Attila, visita un prostíbulo, y la chica que lo atiende no logra excitarle suficientemente. ¿Quizá quieras un chico?, le pregunta la madame cuando sale a la calle, cigarrillo en la boca.  Vemos al visionario arquitecto sufriendo en las esporádicas y complicadas intimidades sexuales con su esposa enferma, que se rompe de dolor por la fragilidad de sus huesos atacados por la osteoporosis provocada por un hambre torturante. Asistimos a su adicción a la heroína que le calma un dolor constante físico y mental y que consigue en las catacumbas del jazz gracias a su amigo negro Gordon (Isaach de Bankolé) que sí consigue desengancharse de la adicción.

The Brutalist tiene mucho del cine épico de Paul Thomas Anderson, de sus mejores películas (hay insertos de documentales de la época con voz en off, una película porno mudas, secuencias aceleradas en la construcción de esa obra faraónica además de esos planos vertiginosos de coches que devoran el asfalto). La película, que seguramente será la gran triunfadora en la gala de los Oscar, es una pieza sinfónica que guarda una armonía perfecta en casi todos sus tramos por la ejecución ejemplar de su director de orquesta que cuida imagen (Lol Crawley, suficientemente oscura casi siempre, que saca partido extraordinario en esos planos en la cantera de Carrara, claustrofóbicos, que destaca la pequeñez humana ante la grandeza arquitectónica) y sonido (la música de Daniel Blumberg, envolvente, sincopada). The Brutalist es un homenaje a ese cine enloquecido en sus aspiraciones artísticas que tanto se echaba en falta desde La puerta del cielo de Michel Cimino o Érase una vez América de Sergio Leone, la clase de películas que tratan de describir un país tan complejo e incomprensible muchas veces (ahora mismo), como es Estados Unidos, sueño que se convierte en pesadilla para muchos de los que llegan a él y se aferran como tabla de salvación.

Apabullante e hipnótica este The Brutalist, puro cine del bueno, el que sigue estando en tu cabeza una vez se levanta el espectador de la butaca, al que no te importaría volver para captar lo que se escapa en una primera visión. Un edificio arquitectónico de altura.

Título original: The Brutalist
Año: 2024
Duración: 215 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Brady Corbet
Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold
Música: Daniel Blumberg
Fotografía: Lol Crawley
Compañías: Coproducción Estados Unidos-Reino Unido; Brookstreet Pictures, Carte Blanche, Andrew Lauren Productions (ALP), Intake Films, Killer Films, Yellow Bear Films, Protagonist, Three Six Zero Group, Proton Cinema. Distribuidora: Focus Features, A24
Género: Drama | Arquitectura. Inmigración. Años 50. Años 40. Años 60

 

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