«The Leftovers» (vuelve uno de los creadores de «Perdidos»)*
Por Emilio Calle , 3 julio, 2014
*Contiene Spoilers
Diez años después del hito marcado por el estreno del primer episodio de la serie “Perdidos”, y cuatro desde que se emitiera su polémico final (ya relegado al trastero de las teorías inútiles, como le ocurrió a “Twin Peaks”, donde tampoco hubo nunca hilo, sólo madeja), Damon Lindelof, uno de sus creadores, regresa a la pequeña pantalla, no sin antes aceptar las hercúleas tareas de encargarse de escribir para el cine tanto el guión de “Prometheus” (ese forzado retorno al universo de “Alien” por parte del cada vez más omnímodo Ridley Scott) como la puesta al día de las nuevas andanzas de la “Enterprise” (en las dos entregas dirigidas por J. J. Abrams). Y no se puede negar que viene con la lección bien aprendida después de las toneladas de comentarios que han provocado en las redes sociales las legiones de detractores o de defensores a ultranza de su trabajo.
Pero es que su carta de presentación no ha podido ser más perturbadora.
El primer episodio de “The Leftovers” (basado en una novela de Tom Perrotta, que también escribe el guión) es una preciosista miniatura, cuyo engranaje funciona de manera magistral, al menos en este su arranque. De un modo sencillo, sin más apoyó que una escena normal muy bien incrustada en la quebradiza extensión de lo cotidiano, manteniendo fuera del estrecho cerco que empieza a delimitar cualquier atisbo de espectacularidad o de añagazas para enredar al espectador a cualquier precio, la serie no tarda más que unos minutos en asentar su premisa (y el que no la quiera aceptar, ya puede cambiar de canal y apuntarse a otros linajes): un 14 de octubre de un año indeterminado, a la misma en hora, en todo el mundo, cientos de miles de personas desaparecen sin dejar el menor rastro. Sin explicación, sin motivo, sin causa, sin que intermedie el socorrido mundo de lo sobrenatural en ese instante terminal. Ya no están. Así, tal cual. Como si nunca hubieran existido. 140 millones de almas se volatizan en el siempre aterrador intervalo que lleva de un segundo al siguiente. A los creadores les basta un parking de un supermercado para escenificar la magnitud de la herida abisal que se abre frente a nuestros ojos. Sólo que lejos de arrojarnos a un mundo desolado, a una realidad trastocada donde todo cuanto conocíamos ha quedado cubierto por llagas y por un caos cuyas reglas son siempre hostiles, tres años después, la vida parece seguir transcurriendo más o menos como de costumbre. El incidente tan sólo se llevó al dos por ciento de la población mundial. No hay sido un desgarrón tan grave para la humanidad, la civilización se puede permitir esas pérdidas sin pesar alguno. El sistema no se ha venido abajo. Y bajo ese prisma realista, la narración tan sólo dedica sus desvelos a los personajes, buscando fijar sus elusivas naturalezas con una mirada más observadora que clínica, lo que hace que por momentos uno pueda pensar que contempla un film independiente, donde la poética ha sido destronada por el abandono. Han perdido los ganadores.
En la reciente “True detective”, frente a un modo limpio, casi siempre gobernado por la luminosidad de la naturaleza, y rozando lo documental a la hora de mostrar la demencial vida de los monstruos que retrataba, se oponía un tratamiento opresivo, violento y tenso en las secuencias donde asistíamos al comportamiento de los dos policías que luchan contra esas aberraciones, que más que diálogos mantenían duelos a muerte contra todo el mundo, y apenas soportaban su día a día, como si el ser capaces de vivir rodeados de esos horrores fuera el verdadero crimen que se había cometido. En “The Leftovers” no hay tal diferencia de tonos, lo típico y lo atípico se alternan sin subrayados, y será un reto comprobar si sus creadores logran mantenerse en tan precario equilibrio. En esa recién estrenada normalidad todos aparecen atosigados por el mismo yugo.
Al contrario que en “Perdidos”, aquí el problema no es sobrevivir, si no haber sobrevivido.
Ellos siguen aquí.
El hecho de que lo incompresible se haya adherido a sus vidas sin que haya forma de evitarlo (más allá del simulacro), aviva sus propios secretos, que ya no son reprimidos en un torno donde la deformada normalidad no puede volver a moldearse al antojo de cualquiera. Y todo resulta cercano, conocido. Sus conexiones con nuestro entorno inciden de forma perturbadora en el centro del relato: las primeras llamadas al 911, tan similares a las desesperados mensajes registrados por la policía y que llegaban desde el interior de las Torres Gemelas (y no será la única referencia explícita a la Zona Cero), alaridos y ciénagas de pánico en esas voces buscando algún tipo de vuelta a una realidad que fue borrada tal y como había sido concebida hasta entonces; las imágenes de la brutal represión en las manifestaciones; las autoridades minimizando las pérdidas, alentando para que el asunto se archive cuanto antes (si se pasa la página, la historia anula su vigencia) y pisoteando el dolor común para conmemorar y celebrar festejos y desfiles e inaugurar grotescos monumentos, pues los desaparecidos, en un aberrante alarde reflexivo de las fuerzas vivas, no son víctimas, son héroes; los interminables debates televisivos entre fuerzas opositoras (religiosos y científicos hacen su agosto porque muchos miran hacia ellos creyendo que aportarán claridad) donde se entrecruzan ignorancias como si fueran dogmas o pruebas… Y así, sobre esa pavimento que tan bien conocemos, cuando en la trama se persone algún elemento que pueda ser tomado como irreal o fantástico (la doble aparición del ciervo, por ejemplo) no podrá escapar al realismo donde se ha gestado el relato.
Es evidente que Lidenlof no parte en busca de explicaciones racionales a un enigma. No es esta una incógnita que pueda ser despejada, su dinámica es la de la espiral, una pregunta siempre lleva a otra, por lo que aclarar lo que ni siquiera puede ser asimilado queda fuera del argumento. No le pasará lo mismo que a su otrora cómplice J. J. Abrams cuando intentó desarrollar sus ideas en “Alcatraz”. El arranque podía ser todo lo atractivo que se pretendiese (una noche, todos los prisioneros y guardianes de la prisión desaparecen), pero en cuanto los capítulos se fueron abarrotando con agencias secretas, detectives aficionados, maquinas del tiempo o conspiraciones gubernamentales, los espectadores se aferraron a sus mandos a distancia hasta que la serie fue cancelada.
Lo que se narra en “The Leftovers” nunca vuelve la mirada a lo que pasó, como hecho aislado a estudiar. Se centra en lo que está ocurriendo tres años después. Y lo que sucede entre los que quedaron saca a flote la oscuridad inmisericorde que va usurpando la poca lucidez que pueden permitirse, y facilita el crecimiento, a merced de esa abrumadora pérdida, de una devastación que se debe encajar en resignado silencio, lo que obliga a gritar allí donde nadie te pueda oír, como le sucede a uno de los protagonistas.
En “Perdidos”, y con ello estaban dinamitando sin saberlo el alcance de sus propuestas, las estrategias narrativas se desperdigaban como semillas que no dieron los frutos deseados. “Flashbacks”, y “flashforwards“, y hasta “flash-sideways” (rescates de la memoria de una realidad paralela) eran utilizados de forma progresivamente indiscriminada (sin restarle brillantez a muchas de ellas), lo que se trocaba en expectativas en el imaginario de los espectadores que solicitaban respuestas a preguntas que habían sido planteadas hasta el paroxismo. Pero tanta vía de agua abierta no podía ser tapada con un plano de un hombre cerrando los ojos. Nos hallamos ahora muy lejos de la isla, aunque igualmente aislados. En “The Leftovers” casi todo es mucho más lineal, y cuando imágenes del pasado estallan en la mente de alguno de los personajes, estas se reducen a breves fogonazos que desaparecen aún más rápido, y que invariablemente remiten a una violencia cuyos ecos van cobrando fuerza en su presente, sin conexión directa y aparente con la desaparición masiva. Siempre erráticos y evasivos, los protagonistas aceptan seguir arrastrándose por una vida desguazada, y la falta de rumbo (aunque todo sugiera a que el horror aún tiene que dejar huellas aún más profundas, ellos solo oponen su espera) les torna imprevisibles y peligrosos: el jefe de policía rompe el retrato enmarcado donde posa junto al resto de su familia. Lo insólito es que no es presa de la ira por la impotencia de ver en esa foto a alguien que se desvaneciera ese 14 de octubre. Su gente no desapareció. Ninguno de ellos. Pero la onda expansiva del incidente ha diezmado a los miembros hasta convertirlos en antagonistas entre sí, en lados tan opuestos como si también su pasado juntos se hubiera difuminado ese día aciago y ahora se tratan como enemigos. Durante una fiesta de la gente más joven del pueblo, apuran la noche apostándolo todo en un peligroso juego de prendas, sólo que hasta las perversiones a las que llegan no tienen vigor, sólo son parte de la misma atonía, a nadie le importa si estás o no estás, si matas o si mueres. A lo que hay que sumar que una parte de la población vive recluida en un caserón, donde guardan voto de silencio y fuman constantemente como punta de lanza de un desacato al no aceptar los dictados de la tiranía de la inercia con la que quizás otros se permitan fingir que nada ha pasado. No muy lejos de esas calles, un enloquecido sujeto es capaz de curar la nostalgia a cambio de dinero.
El resultado de esta propuesta es arriesgado. No cabe aventurar. No sirve la deducción o gastar tiempo e imaginación buscando referentes que certifiquen algo parecido a una verdad para algo que no puede encajar en una explicación racional sin desmoronar el pesar tan bien cimentado. La profunda tristeza del relato, la agonía que somete a sus personajes, el miedo y una naturaleza oscura como antecedentes y no como consecuencias, hacen depositario a este primer capítulo de un buen montón de esperanzas en aquellos espectadores que no teman ni adentrarse en lo inexplicable ni tampoco lo que puedan encontrar en el interior de ese insalvable laberinto. Porque como dijo Buñuel, genial filmador del desasosiego, “el misterio es el elemento clave de toda obra de arte”. No hay por qué desvelarlo. Quizás ni tan siquiera sea posible intentarlo. Y un episodio que empieza con el llanto incesante de un bebé y termina con la masacre de unos perros, forzosamente ha de estar lleno oquedades siniestras que seguro merecerán ser recorridas si es que por desgracia Lindelof y compañía no deciden tomar el desvío de lo verosímil y tratan de poner cuerpo a lo que ni siquiera tiene nombre.
Volvemos a estar perdidos.
Sólo que esta vez, nadie se salvará de esa forma de morir que es quedar atrapados en una ausencia irreparable.
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