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«Un toque de violencia» (El silencio y la furia)

Por Emilio Calle , 28 julio, 2014

Siafsn títuloCuesta mucho pensar que las distribuidoras a veces no conciban sus calendarios para tapar el estreno de una gran obra, sepultándola entre los escombros que suelen dejar los Blockbusters veraniegos. Estrenado después de que los simios se hayan alzado en armas, y a una semana de que la cuarta entrega de “Transformers” (a ver si es verdad, cual anuncia el título, que ha llegado la hora de extinguirse) barra de la mayoría de las salas cualquier película cuyos personajes no puedan comprarse en una hamburguesería, el nuevo trabajo de Jia Zhang Ke corre el riesgo de quedar tan arrinconado, que en la práctica sea imposible verla. Y es una verdadera pena. Porque “Un toque de violencia” (toda una traducción no ya libre, sino directamente ofensiva, de “A Touch Of Sin”) es una obra extraordinaria, tan densa como brutal. Y con la productora de Takeshi Kitano refrendando al autor. Por no mencionar que se estrena conjuntamente con la segunda parte de “La purga”, otra celebración de la violencia sin más tino que el de haber robado ideas de otras películas en favor de una propuesta supuestamente muy original que se arrastra para acabar en el manido manierismo de siempre, con los buenos y los malos, y la chica, y un protagonista tirando a misterioso para estirar la farsa.
Ganadora al premio al mejor guión en el pasado Festival de Cannes, “A Touch Of Sin” (confío en que sepan perdonar que me desentienda de los caprichos del traductor) pone bajo la misma lente cuatro historias distintas. Pero no con el forzado dramatismo propio de Guillermo Arriaga, cuyos poliédricos guiones no permiten al espectador reflexionar ni tomar una posición distante, ni tampoco con la honda sabiduría de Tarantino en sus primeros trabajos, que al hacer trizas un arco argumental único y lineal, no buscaba más que estilizar narrativamente sus muchas y brillantes extravagancias. Jia Zhang Ke aúna tanto su pasión por el cine como su no menos reconocida maestría en el terreno documental, y arroja su mirada a la turbiedad de una sociedad disgregada y aislada en la zozobra. Y para ello se sirve de cuatro relatos sin apenas relación entre sí.
El arranque de la película nos cuenta la historia de Dahai, quien trabaja en una mina de carbón que acaba de ser vendida por el jefe del pueblo. Pero la mina es una propiedad colectiva (debilísimo eco de una época ya podrida), y lo que se espera es que los beneficios de esa venta se repartan entre los miembros de la villa. Sin embargo, el jefe ha decidido comprarse un deportivo, y también un avión privado. Dahai pretende denunciarlo a una comisión disciplinaria que debe dirimir el asunto. Solo que su queja no llega ni a salir de la oficina de correos. Y además recibe una cobarde paliza, lo que le hará ganarse en el pueblo el sobrenombre de “Míster Golf” (por la manera en la que le golpearon). Esto obligara al noble y un tanto infantil Dahai a dar acuse de recibo de las enseñanzas aprendidas. Su paseo final por el pueblo es sencillamente aterrador.
El segundo relato narra el regreso a su pueblo natal de un delincuente solitario, que opera de ciudad en ciudad, sin pertenecer a bandas, o hacerse con demasiado dinero. Solo va de paso, se reencuentra con su familia, con su esposa, con su hijo. Incapaz de encajar ahí, como incapaz es de encajar en cualquier parte, escapa de nuevo, lo que le permitirá al director mostrarnos el carácter último de sus delitos.
Y es este momento cuando la obra asciende a niveles de excelencia, donde cine y documental se funden con insólito alcance visual.
El tercer segmento, se centra en la historia de una mujer y de su amante, de su encuentro furtivo en una estación de trenes. Ella aún espera que él se separe de su esposa. Él sigue anteponiendo razones que justifican la demora. A punto de emprender un viaje, él es detenido en el control de los andenes por llevar una navaja en su equipaje (la necesita para pelar la fruta). Y para que él pueda entrar, ella es quien se queda con el arma. A partir de ese instante, y con una escritura que roza la perfección, los requiebros argumentales se ramifican hasta extremos inverosímiles. Imposible saber qué pasará en la secuencia siguiente. La vida de esa mujer comienza a disgregarse en una inquietante serie de sucesos que beben tanto de las aguas de lo gratuito como que surgen de apetitos repugnantes. Repentinamente, una carretera por la que hasta ese momento se podía transitar con normalidad, es tomada por un grupo de hombres que pretenden cobrar peaje, y la negativa conlleva una más que violenta represalia. En su trabajo como recepcionista de un hotel, sufre vejaciones por parte de un cliente transmutado en acosador que la insulta y la golpea con un fajo de billetes, sin dejar de repetirle que el dinero todo lo compra, los nuevos tiempos ya han llegado hasta allí. Estos y otros acontecimientos narrados con la misma frialdad, sin necesidad de filigranas dramáticas, acabarán por hacer que emerja todo el veneno que lleva dentro.
Y por último, en una parte que merecería estrenarse aparte, Jia Zhang Ke nos cuenta la historia de Xiaohui, un joven trabajador de una fábrica textil, que conversa durante el trabajo con un compañero, lo que ocasiona que este último esté a punto de perder un dedo accidentalmente. Xiaohui, según los muy oficiales estamentos de la empresa, es responsable director del daño causado porque está prohibido hablar, y por tanto, mientras el otro esté herido, todo lo que Xiaohui gane irá a parar a manos del trabajador ausente, al que a su vez ya le han quitado su sueldo para pagar los gastos de hospital, así que alguien debe trabajar por él. Sin embargo, Xiaohui prefiere huir, y seremos acompañantes suyos en un peregrinar de trabajo en trabajo, de fracaso en fracaso, ajetreado por normas tan arbitrarias o indecentes como la ya citada, hasta que no haya otro estertor en su vida que no sea una implacable tristeza que será quien finalmente le tienda la mano y le guíe en su nuevo camino.
Un aparente epílogo nos permite ver la primera imagen que sí remite a la mítica China. Junto a la Gran Muralla, un grupo de actores interpreta algún drama inmemorial, y serán ellos los que lancen la pregunta que todos los personajes parecen haberse hecho en algún momento u otro (y a la que hace referencia el título original), sin encontrar otra respuesta que no sea el silencio más hostil de una sociedad abandonada a su suerte.
Con abundantes referentes religiosos, la película está llena de trenes, autobuses, carreteras, caminos solitarios, transportes colectivos, todo un engranaje en perpetuo movimiento, que sin embargo no avanza. Quedan muy lejos la China Imperial y la China comunista. Los parados esperan un trabajo miserable bajo una abandonada estatua de Mao. Los más ricos se pueden dar el placer de visitar un burdel de lujo, donde las prostitutas desfilan con el uniforme del ejército rojo para que puedan elegirlas, o recrearse en simulacros donde se hacen con la voluntad de mujeres que fingen ser poderosas, y que aun así se arrodillan ante ellos. Todo aprendizaje que se pone en práctica (y hay muchos ceremoniales en este film que derrochan crueldad) perfeccionan el servilismo, la mansedumbre, la degradación y el desprecio más clasista. Las ciudades aparecen vacías, fantasmales, como si nadie hubiera vivido allí jamás. Una modernidad sucia y postindustrial, que a veces parece más propia de un holocausto. El paisaje es hostil, muchas veces árido, y la lejanía no sólo parece mantener apartado el horizonte, también la esperanza, de la que no queda ni rastro. La naturaleza es otra malsana fraternización con la violencia, como nos dará cuenta la continua presencia de animales a lo largo del metraje, hasta incluso unirse a la trama como el caballo que es fustigado hasta caer agotado por el dolor (y no es una vez, su dueño lo hace cada día), una imagen tan chocante como lo fue en su momento la muerte del asno filmada por Buñuel en las Hurdes.
Está claro que Jia Zhang Ke buscaba hacer un retrato lo más exacto posible de la China actual (los relatos se basan en hechos reales), sin escatimar el dolor que siente ante su realidad. Pero no es nada complicado identificarse con esa demoledora plaga de corrupción social y espiritual, y con ese veredicto: cuanto más nos excluya la sociedad, cuanto más se siga radicalizando en la marginalidad, cuando la muerte sea la única que sepa sonreír, será muy complicado que nadie escape de los pecados.
Ni los unos ni los otros.


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