Vilna, luz barroca y pasado oscuro
Por José Luis Muñoz , 18 octubre, 2014
Es muy fácil orientarse en Vilna. Se puede ir de iglesia en iglesia, casi todas católicas pero también ortodoxas. La capital de Lituania puede que sea una de las ciudades más piadosas del mundo que Dios, en su ira santa, nunca arrasaría. Los lituanos son extremadamente religiosos y prueba de ello es que Juan Pablo II los visitó y hay fotos de ese evento en fachadas e interiores de las iglesias. Los algo más de quinientos mil lituanos de Vilna rezan y se persignan al revés, de izquierda a derecha, sean hombres o mujeres, jóvenes o viejos, cuando pasan por los lugares de culto. A veces lo hacen hasta dos o tres veces, alternando la señal de la cruz con cabezazos de reverencia. Es difícil entrar en las iglesias y no tropezar con algún oficio. En las iglesias ortodoxas, que huelen a incienso, el oficiante lo hace apartado de los feligreses que permanecen de pie entre cánticos. En las iglesias católicas hay bancos para sentarse, pero también cantan a coro los feligreses. Este es un país muy canoro, con músicos en las calles.
Hay muchas iglesias en Vilna, casi todas barrocas, de fachadas pintadas en colores pastel, casi siempre amarillas, azules o color salmón, todas concentradas en la parte histórica de la ciudad, patrimonio cultural de la humanidad por cuyas calles serpenteantes hay que callejear sin miedo a perderse. Hay infinidad de cafeterías para refugiarse en ellas en caso de que arrecie el frío o flojeen las piernas por la caminata. Hay que recorrer sus calles anchas y estrechas, investigar sus típicos callejones interiores que desembocan en patios en donde suelen haber tiendas escondidas, bares clandestinos o simplemente aparcamiento de coches de los vecinos. No hay, sin embargo, mucha tradición de sótanos que sí había en Riga y Tallin. Cada ciudad tiene su personalidad propia.
A la calle Ausro Vartu, por la que se inicia el paseo por el casco histórico, se accede por la Puerta de la Aurora, una de las dos puertas que se conservan de las nueve que tenía la muralla que fue destruida en una invasión de los rusos en 1805. Sobre la puerta hay una pequeña capilla con una virgen negra muy venerada a juzgar por las persignaciones y cabezazos de los piadosos lituanos que pasan por debajo de ella. La iglesia barroca de Santa Teresa es la primera con la que se encuentra el viajero a mano derecha. Vale la pena perderse en su interior de paredes de mármol rosa entre falsas columnas, columnas doradas e imágenes de santos en alabastro que colman las naves y los altares laterales. Un historiado órgano vuela sobre la puerta de entrada.
En un recinto ajardinado y rodeado de viviendas en donde moran los monjes se alza la iglesia ortodoxa del Santo Espíritu que alberga también un convento. El exterior es sencillo, pero su interior barroco es recargado como casi todas las iglesias de esa confesión con profusión de iconos en donde los panes de oro predominan.
Hay improntas rusas en la ciudad, pero también judías, con sinagogas, alemanas y polacas. La ciudad de Vilna fue pasando de unas manos a otras en una serie interminable de guerras entre los ejércitos napoleónicos y rusos, entre los rusos y los polacos, entre los alemanes y los rusos, y así sucesivamente. Cada pueblo que pasaba arrasaba lo que podía y dejaba su huella. Los judíos, con 50.000 miembros, fueron una de las comunidades más influyentes de la ciudad que fue conocida como la Jerusalén del Norte. Pero Vilnus fue, sobre todo polaca, y de ahí imagino que viene su religiosidad y su admiración por el papa Karol Wojtyla.
Bajando Ausro Vartu aparecen comercios a derecha a izquierda, hoteles de categoría, cafeterías y restaurantes, según la calle se ensancha. A la izquierda destaca el edificio neoclásico de la Filarmónica de Vilnus con sus columnas de porte grecorromano y una puerta hecha calle por la que se vislumbra la torre de otra iglesia cercana.
Frente al elegante hotel Radisson Blu Astorja la iglesia barroca de San Casimiro alza su fachada de exquisito color salmón, una de las más impresionantes de la ciudad, rematada por una enorme corona dorada que asoma entre las cúpulas laterales.
La calle, como si de un río se tratara, se ensancha hasta convertirse en una plaza cuando pasa por delante del ayuntamiento de la ciudad, un edificio de regia planta de estilo neoclásico y apariencia de templo romano al que se accede por una escalinata y tras pasar por entre sus enormes columnas.
Cuando muere la plaza la calle cambia de nombre y pasa a llamarse Didziolj. Frente a la pequeña iglesia ortodoxa de San Nicolás, rodeada de árboles frondosos cuyas hojas amarillean, pintores locales venden cuadros sinceramente infumables y mujeres bien abrigadas exhiben en sus pequeños puestos bufandas, gorros de lana, guantes y calcetines que están muy de acorde con la temperatura que no sube de los 2 grados. La pinacoteca está algo más abajo, a la derecha, y a la izquierda la iglesia católica de San Juan que destaca por el color amarillo pastel de su fachada.
Siguiendo la calle que nace al lado de la enorme torre de la iglesia que toma el nombre del santo y andando por ella unos doscientos metros, el visitante de la ciudad descubrirá una de las más impactantes joyas barrocas de la ciudad aunque su exterior le diga más bien poco. La iglesia del Santo Espíritu de los dominicos, para diferenciarla de la del mismo nombre de los ortodoxos, tiene una entrada curiosa por una especie de oscuro pasillo que desemboca en la nave central de la majestuosa edificación. Su espectacular interior en mármol blanco y salmón, adornado con enormes cuadros en cornucopias doradas, esculturas en alabastro y un altar central recargado presidido por las figuras de los cuatro evangelistas deja boquiabierto al visitante que no espera semejante lujo en una iglesia de exterior tan modesto. Las esculturas, no siempre de santos, no son estáticas sino que tienen movimiento. Dos mujeres con aspecto de reinas flanquean un altar lateral. Numerosos angelotes revolotean entre las columnas.
La explanada de la catedral es una de las plazas más grandes de Vilna que da importancia a lo religioso como ningún otro país báltico. La catedral neoclásica y con aspecto del templo romano está sobrevolada por gigantescas figuras asentadas en su cúspide; un ángel sostiene en su centro una enorme cruz dorada. Puede uno ahorrarse la visita a su interior: no hay nada que valga la pena. Casi pared con pared con la catedral el palacio del Gran Duque de Lituania abre sus puertas frente a la escultura de bronce, en actitud beligerante, del rey Gediminas, y junto al pequeño montículo, la parte más elevada de la ciudad, que corona la torre Gediminas. Es desde esa elevación que se entiende mejor la ciudad. El río Neris, que dibuja un meandro perfecto, separa la parte histórica, que se desliza suavemente por una de las colinas de la ciudad, de la nueva con rascacielos que se asienta al otro lado del montículo y el río. Desde la elevación se distingue perfectamente el casco antiguo de Vilna, el más grande de la Europa del Este, las torres de sus iglesias y los tejados de sus casas, y también las grandes avenidas que como la Gediminas, el monarca del mismo nombre fundador de la ciudad en el 1300, concentra buena parte de sus bancos y comercios.
La Gediminas, que cruza parques de hierba, alfombrados por las hojas otoñales, en donde campan árboles tupidos, es una calle flanqueada por edificios impresionantes todos de la misma altura y la misma época cuya uniformidad recuerdan más a París que la empobrecida Riga. La calzada es ancha para el escaso volumen de coches y trolebuses, pero también lo son las aceras en donde abundan las terrazas en las que los fumadores apuran cigarrillos y cafés desafiando temperaturas extremas.
También es un edificio noble y de enorme empaque, casi un palacio, la que fue sede, durante la ocupación nazi de la ciudad, de la temible Gestapo y luego de la KGB que envió a 40.000 lituanos al Gulag, que es ahora museo de las víctimas del Genocidio algunos de cuyos nombres aparecen grabados en su exterior, sobre las piedras de la fachada, con el mismo año de defunción: 1945. Interrogados, torturados y asesinados por fascistas y comunistas que se hermanaron en la barbarie contra el pueblo lituano. Pero, curiosamente, el edificio es conocido como Museo de las Víctimas del Genocidio Ruso, olvidando el nazi, mucho más cruento. Y eso tiene que tener una explicación, me pregunto.
No es un capítulo muy honroso el papel de Vilna y Lituania durante la barbarie nazi. Vilna recibió con honores al monstruo nazi y colaboró activamente en la persecución y asesinato de los judíos. El odio a los rusos los hermanó con los invasores nazis. Los judíos fueron exterminados gracias a la colaboración local entusiasta. El bosque de Panerai, a diez kilómetros del casco antiguo, recibió los cuerpos de decenas de miles de asesinados por los nazis y lituanos. La carnicería sumó 70.000 judíos y otros 30.000 entre polacos, rusos y gitanos. 100.000 muertos de los que, en parte, la elegante ciudad de Vilna fue responsable en uno de los capítulos más vergonzosos de su historia. Sólo unos 700 lituanos, entre miles que colaboraron en las atrocidades, intentaron ocultar a los judíos de ese progrom espantoso dictado por los nazis y seguido de forma entusiasta por la población de Vilna. Hay ciudades que guardan historias terribles bajo sus bellas mansiones. Vilna es una de ellas.
La calle se estrecha cuando cruza el río Neris por el puente Liubarto frecuentado por recién casados que dejan sus candados en las barandas enrejadas y llega a la iglesia ortodoxa de Nuestra Señora de la Señal. El barrio antiguo queda atrás con el imponente edificio de la Biblioteca Nacional, neoclásica, en primer término, y las manchas de colores en el cielo de los globos aerostáticos que, aprovechando un inusual cielo despejado, sobrevuelan con su carga de turistas la hermosa capital báltica que no ha abrazado el euro todavía.
Vilna parece mucho más rica que Riga; su edificación, sus cafeterías, en donde se escucha jazz, así lo dicen. No abundan tanto los edificios desconchados, como los de la capital de Letonia, y hay un considerable número de restaurantes elegantes, de los de mantel blanco y juego de copas, que era más difícil encontrar en el país vecino.
Acostumbro a probar las cocinas de los países que visito, pero aconsejo que se haga una excepción en Vilna, especialmente recomiendo que se huya de su plato estrella, el cepelinai que, como su propio nombre indica, es una especie de zepelín de unos 20 centímetros de largo elaborado con una masa de puré de patata rellena de carne picada, todo hervido, que se acompaña de crema agria. Contundente es; malo, también. La gastronomía lituana es una mezcla de cocina de los judíos askhenazi, alemana con su fijación por la patata y el cerdo, polaca y turca que uno puede obviar tranquilamente sin que tenga que arrepentirse de haber optado por la cocina asiática, por ejemplo, o italiana.
Existe una cierta uniformidad étnica en la calle. Hay más rubios que en Riga, muchos más, pero no tanto como en Tallin que eran vikingos puros bajados de Escandinavia. No veo matronas rusas en los mercados como si vi, muchas, en el gigantesco mercado central del país vecino. La mayor parte de la población de Vilna es lituana, casi un 60%, frente a un 18% polaco y sólo un 14% ruso. La única estatúa que había de Lenin fue derribada en 1989 y de la época soviética queda alguna escultura en algún puente en actitud muy moderada, sin hoces, martillos ni puños al aire, que no se han planteado derribar. Así es que por aquí sólo oigo hablar ruso en las escasas iglesias ortodoxas de la capital y veo alguna insignia con la hoz y el martillo en los mercadillos que los vecinos montan en los parques públicos sacando a la luz objetos guardados en sus desvanes.
No hay pérdida posible en Vilna para el viajero. Lo que se baja por la ciudad antigua se vuelve a subir y, como si de un juego de la oca se tratara, hay que memorizar las torres de los campanarios de sus 65 iglesias para no errar el camino de vuelta por la piadosa ciudad católica que en el siglo pasado aplaudió la entrada de los nazis por sus calles.
La historia, con sus sombras.
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