Agravio comparativo
Por Silvia Pato , 27 agosto, 2014
Todos somos geniales y todos somos mediocres según con quiénes nos comparemos.
Esa premisa, cuyo origen es erróneo de por sí ante la idea de tener que realizar comparación alguna, se encuentra alimentada por una sociedad en la que el hecho de comprar, tener y parecer es motor de un sinfín de fructíferos negocios; de tal modo, se contribuye al incremento de cualidades tales como la vanidad y la frustración, así como al establecimiento de círculos cerrados, ya sean sociales o culturales, en los que las personas escogen una u otra comparativa, sesgando por completo la realidad del mundo que les rodea y empobreciendo su ser.
En muchas ocasiones, intentando forzar la mejoría de un estado de malestar interno, algunas personas se rodean de aquellos que saben que van a salir perdiendo con la comparación, en vez de alimentar sus cualidades rodeándose de aquellos que nos inspiran, sean quienes sean, posean lo que posean, y tengan los estudios que tengan.
Porque hay gente que nos hace superarnos; gente que contribuye a que saquemos lo mejor de nosotros mismos; gente que nos hace recordar que valemos también por lo que valen aquellos que elegimos que nos rodeen. Al fin y al cabo, cada uno decide quién es afín a su alma; y a la hora de la verdad, lo que nos define es nuestra calidad humana.
Habría que barrer de un plumazo todas esas varas de medir, la mayoría de las veces perniciosas, y resaltar aquella en la que deberíamos ser sujeto: la comparación con nosotros mismos.
Preguntémonos pues si, en este largo camino de aprendizaje que es la vida, comparándonos con nosotros mismos, que somos las únicas personas con las que nos debemos comparar, somos mejor de lo que éramos; porque hablamos de ser, no de tener, ni de poseer, ni de estar. La importancia de las palabras es tal que, a menudo, utilizamos cualquiera de esos verbos indiscriminadamente, sin darnos cuenta de cómo la elección de los mismos determina quiénes somos.
No nos engañemos. Muchos no se atreverán siquiera a formularse semejante pregunta; algunos contestarán de forma afirmativa; y otros se mostrarán cabizbajos, sabiendo que no es así. Para estos últimos queda siempre la esperanza. La vida comienza cada día, y no hemos de olvidar que cada jornada construimos quienes somos.
Al margen de todos ellos, habrá un grupo todavía mayor que creerá que semejante cuestión es una soberana estupidez, y seguirán midiendo el éxito en la vida por la cantidad de dinero que tienen en sus cuentas bancarias, por los ingresos que generan con su actividad, por el prestigio, por la fama o por los objetos que poseen.
Determinado uso de las redes sociales fomenta esta última actitud. Si ya los anuncios se han valido siempre de esas inseguridades e insatisfacciones inherentes al ser humano para vender sus productos, nunca les ha resultado tan fácil hacerlo como ahora, porque nunca ha sido tan sencillo convertirse en víctima psicológica del mundo en el que vivimos, siendo como somos tan frágiles a través de nuestras pantallas.
Y es que con esta rápida aparición en nuestras vidas del universo digital, la comparativa ya no resulta tan frívola; pues no se centra únicamente en las actrices, las modelos, los artistas, los famosos de todo tipo que vemos en la televisión, en los carteles de las marquesinas o en las revistas, o los que conocemos de nuestro entorno más cercano, sino que atañe a todo el mundo con el que nos relacionamos, profunda o superficialmente, a través de Internet, incrementándose una competitividad más dañina que edificante, más insana que inspiradora.
Para los que nunca hemos pecado de compararnos, más que con nosotros mismos, medirnos por nuestra propia conciencia, superarnos cada día un poco, y tener la tranquilidad de que el niño que fuimos se sentiría orgulloso del adulto que somos, observar esas actitudes en este universo digital resulta tan preocupante que lo que llama la atención es que no todo el mundo repare en ello.
Es más simple pensar que toda la profusión de autofotos y momentos de intimidad, reflejo de la vanidad que nos encontramos, de cuando en vez, en uno u otro perfil, es síntoma de un narcisismo exacerbado en la mayoría de esas personas, de quienes pensamos que están encantadas de conocerse, aunque eso no sea exactamente así; después de todo, el ego y la autoestima no tienen por qué estar relacionados. El mundo está lleno de ególatras que esconden una autoestima por los suelos.
No obstante, todos somos libres de decidir qué camino tomar, de escoger con quién nos queremos comparar. Todos somos libres para luchar por retomar la senda, para encontrar el camino si es que nos hemos perdido en él, y que el crío que fuimos se enorgullezca de quiénes somos; incluso aunque se hubiera avergonzado durante un tiempo, podría volver a sonreírnos desde el otro lado del espejo si viera que volvemos a superarnos a nosotros mismos, con más mérito si cabe después de haber caído. Después de todo, cualquiera de nosotros, por más seguro que se sienta, y más firme se conciba, puede perder el rumbo.
Todos somos libres para elegir si tomar esa senda o si seguir viviendo en el mundo de máscaras, comparándonos con aquellos que, con frecuencia, más jóvenes e inexpertos nos alcanzarán cuando dejen atrás esa temprana juventud.
Todos somos libres para escoger si preferimos ignorar nuestra conciencia o vivir con la tranquilidad de ser fieles a ella. Escojamos bien el camino y olvidémonos de todos los agravios comparativos; después de todo, nuestro tiempo es finito.
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