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El miedo a perderse

Por Silvia Pato , 29 enero, 2014

Con frecuencia escuchamos que los síndromes de descubrimiento reciente, y que surgen a raíz de la profusión de las nuevas tecnologías y de las formas de comunicación que las mismas conllevan, son meros inventos publicitarios o modas pasajeras de la sociedad de la información.

Sin embargo, al margen de su consolidación o no como trastornos psicológicos —hecho que los expertos decidirán—, no podemos negar que sus orígenes y argumentaciones son reales; así como tampoco podemos ignorar que esa nueva realidad sí podría contribuir a consolidarlos como un serio problema, mucho más frecuente de lo que nos imaginamos. Al fin y al cabo, quitar importancia a todo aquello susceptible de tenerla es la manera más sencilla de complicar las cosas, mientras que fomentar el conocimiento y el espíritu crítico es el mejor modo para simplificarlas.

Seguramente, entre todos esos nuevos síndromes que proliferan por los noticiarios, es el «miedo a perderse algo», conocido como FOMO (Fear of Missing Out), del que más se ha hablado.

El miedo a perderse algo se manifiesta como un problema de ansiedad, acentuado, en gran medida, por la obsesión de estar siempre conectado, ya sea a nuestros teléfonos, a nuestro ordenador o a nuestras tablets. Es entonces cuando uno, al comparar la propia existencia con la de aquellos que sigue en redes sociales como Facebook, donde la gente muestra una visión benévola y edulcorada de sus propias vidas, corre el riesgo de caer en una espiral de frustración, temor y malestar.

Quien se ve afectado por ese tipo de miedos no relativiza los hechos, y no es consciente de la realidad sesgada que muestran esas cuentas y perfiles, sino que tiende a despreciar e infravalorar su día a día, sintiendo una insatisfacción constante, acuciada por el hecho de creer en las ficticias y fabulosas existencias que llevan los demás, cayendo en un círculo vicioso que puede fomentar problemas como, entre otros, el FOMO o la depresión de Facebook.

En tales circunstancias, puede caerse en conductas en las que uno sea incapaz de frenar su ritmo, obsesionado con la idea de aprovechar el tiempo al máximo, hacer mil cosas distintas y exigirse un sinfín de triunfos; en ocasiones, en pos de convencionalismos y deseos socialmente impuestos por los demás que ni siquiera se ansían. El temor a alcanzar la vejez y no haber vivido todo lo que se quería, o lo que se cree que se quería, se convierte entonces en una cadena alrededor del cuello.

El problema, como siempre, son los extremos. Si resulta una virtud ser consciente de lo efímero de la vida, no lo es pisar el acelerador acumulando experiencias o posesiones por el temor a perderse algo, y no por la serenidad de los deseos honestos y, a menudo, sencillos y simples, que cada uno de nosotros alberga.

Después de todo, siempre ha existido ese miedo a no ser capaz de realizar todo lo que queremos, así como esa tendencia a exigirnos vivir una exorbitante cantidad de experiencias en un mundo que avanza a un ritmo vertiginoso; no obstante, ahora, más que nunca, el verdadero mérito comienza a ser saber frenar y disfrutar de un apacible paseo a ritmo pausado, con todos los dispositivos apagados, y con la certeza de conocer que hay tiempo para todo si sabe buscarse su provecho.

Así, solo hemos de tener miedo del miedo a perderse algo, no vaya a ser que por padecerlo nos perdamos a nosotros mismos.

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